Cuando él ya no estaba, y el lugar que había ocupado se encontraba de nuevo en penumbras, estallaron las risas. Unas risas sonsas y malsonantes, de chibolo que todavía se come los mocos, y, seguro de sí mismo, casi con orgullo, dice: “Profe, no lo escucho bien. Dele ‘CTRL F4’ para activar el micrófono”. Y en medio de la pesadilla que supone manejar la tecnología para el grueso de adultos mayores, el maestro acata lo dicho por el alumno, haciendo efectiva su salida de la sesión de Zoom que él mismo presidía.
Eso es, a grandes rasgos, lo que ocurre en un video que circula en las redes hace semanas y que yo acabo de ver por pura casualidad. No es el único: desde que se reglamentó que los colegios, institutos y universidades de gran parte del mundo ofrecieran clases virtuales, ha proliferado toda clase de ocurrencias (la mayoría de ellas cómicas por lo disparatadas que son). ¿Acaso puede uno evitar soltar la carcajada cuando ve a un alumno tomando un baño de burbujas en plena clase de matemáticas? ¿O a un rollizo caballero aparecer desnudo a la mitad de una cátedra impartida por su esposa? No en balde decía Neruda que “la risa es el lenguaje del alma”. Un lenguaje que —dicho sea de paso— resulta muy preciado en estos tiempos extraños.
No obstante, hay muchos a los que la palomillada de esos estudiantes no les causó la menor gracia. De hecho, varios de los comentarios que se solidarizan con el docente incluyen duros calificativos para sus pupilos. Luego de compartir el video con él, un amigo me dijo que no era para tanto, que ese es el tipo de idioteces que uno hace a esa edad. Si bien me pareció curiosa la idea de que la estupidez muta con el tiempo (siempre me he inclinado a pensar lo contrario), su justificación no terminó de convencerme. En cualquier caso, más allá de si es lícito o no reírse, este tipo de experiencias arroja luces sobre la complejísima operación en que consiste el traslado del aula física a la virtual.
En un artículo publicado hace poco en “The New York Times”, la antropóloga Karen Strassler comparte su experiencia dando clases online para el Queens College de Nueva York, donde ha trabajado los últimos 14 años. Citando a la crítica cultural bell hooks (sí, con minúsculas), Strassler se refiere al aprendizaje como “un lugar donde se puede crear el paraíso”. Según ella, el aula, por más rudimentaria que sea, tiene la facultad de volverse en un espacio donde los y las estudiantes gozan de una aparente igualdad. Una igualdad que —aun tratándose de una quimera— les da la oportunidad de entregarse sin reservas a esa aventura interminable que es aprender.
Es verdad que a raíz de la pandemia y el confinamiento obligatorio los profesores que dan clases virtuales tienen acceso a espacios muy íntimos de la vida de sus alumnos. En muchos casos, pueden ver el decorado de sus habitaciones o incluso oír las voces de sus familiares y los berrinches de sus mascotas. Pero lo cierto es que cuando desaparece el filtro del salón de clases, todos quedan expuestos. Por más esfuerzos que haya para paliar los efectos de una instrucción constreñida por la distancia, el miedo y la incertidumbre (y los hay muchos y muy admirables), la pérdida es irreparable.
De otro lado, a pesar de todas las limitaciones, el aprendizaje continúa. Y acaso por ese único hecho los docentes merecen ser respetados y reconocidos entre los héroes que dan la batalla diaria contra la peste que nos ha tocado vivir. En especial, en un país como el Perú, en el que la mayoría de ellos percibe salarios que a duras penas le alcanza para comer y sus empeños rara vez saltan al imaginario colectivo en proporcional magnitud. Es por ello que discrepo con mi amigo y me atrevo a decir que en estos momentos ni siquiera los mocosos tienen derecho a comportarse como idiotas (aun si lo son en verdad).