Ciertas semanas se presentan sin anunciar que vienen preñadas de infortunios, sin dejarnos saber que el aire que traen está viciado y se deslizará dentro de nosotros como un veneno translúcido e inasible que nos condenará a la tristeza y, peor, al desasosiego, como esos vuelos que de pronto se hunden en una zona de turbulencia severa sin que el capitán nos alerte a tiempo del peligro que nos acecha.
Así fue para Barclays y su esposa la semana que acaba de transcurrir.
Una noche Barclays volvió a casa, tras presentar su programa de televisión, y encontró a su esposa Silvana en estado de ansiedad. Ella había bebido vino, como todas las noches, pero tal vez aquella noche había bebido algo más de lo acostumbrado, porque salió con una amiga española a un café de la isla donde vivía. Nada más saludarla, Barclays notó que su esposa estaba levemente alcoholizada, seriamente enfadada.
-¿Has estado leyendo mi diario? -le preguntó ella.
Sorprendido, Barclays respondió:
-¿Qué diario?
En efecto, Barclays ignoraba que su esposa tenía un cuaderno verde en el que escribía a mano los apuntes o las observaciones que le dejaban los días.
Subieron al dormitorio de Silvana. Ella abrió un cajón de su escritorio y sacó el cuaderno verde.
-Alguien ha estado leyendo mi diario -dijo-. Porque yo no lo dejo en este cajón. Lo dejo siempre en el cajón de arriba, debajo de estos papeles -prosiguió.
-Yo no he tocado nada -dijo Barclays-. No sabía que tenías un diario.
Silvana miró a su esposo seriamente, a los ojos, como preguntándose si podía confiar en él.
-Si no has tocado mi diario, entonces ha sido Tatiana -dijo la esposa.
Tatiana era la empleada doméstica que vivía con los Barclays.
-No creo que Tatiana se metería a espiar tus papeles -dijo Barclays.
Luego se animó a decirle a su esposa lo que de verdad pensaba:
-Lo más probable es que tú misma lo has puesto en el cajón de abajo, sin darte cuenta.
-No creo -dijo, muy seria, la esposa.
Al día siguiente, la señora Barclays le preguntó a Tatiana si había leído su cuaderno verde. Con gesto risueño, Tatiana dijo:
-No, señora, cómo se le ocurre.
Silvana se quedó pensando que tal vez su esposo había leído el diario y ahora le mentía.
Esa tarde, mientras almorzaban en la cocina de la casa, Silvana le dijo a su esposo:
-Dice Martina que quiere irse una semana a Las Vegas con sus amigas.
Martina era una señora que trabajaba en la casa de los Barclays. Llegaba a las siete de la mañana, le servía el desayuno a la niña Sol Barclays y enseguida la llevaba al colegio. ¿Por qué Barclays no llevaba a su hija al colegio? Porque dormía hasta la una de la tarde. ¿Por qué Silvana no llevaba a su hija al colegio? Porque dormía hasta las diez de la mañana. Para Barclays y su esposa, levantarse a las siete de la mañana suponía un trauma mayúsculo que les arruinaba el día. Por eso habían contratado a Martina.
-¿No se suponía que Martina estaba mal de plata? -preguntó Barclays.
-Está mal de plata -dijo Silvana-. Su novio la dejó y le robó casi todos sus ahorros, diez mil dólares.
-¿Y entonces para qué quiere ir a Las Vegas? -preguntó Barclays.
-Para apostar los últimos mil dólares que le quedan -dijo Silvana.
Irritado porque le parecía que Martina gobernaba su existencia de un modo irracional, divorciado del buen juicio y el sentido común, Barclays le dijo a su esposa:
-Dile a Martina que puede irse a Las Vegas. Pero, cuando regrese, tiene que hacer una cuarentena de dos semanas. Es decir que serían tres semanas sin venir a la casa: la semana que pasará en Las Vegas y las dos semanas que hará cuarentena, al volver.
Silvana asintió y preguntó:
-¿Le pagaríamos esas tres semanas?
Barclays se puso mezquino:
-No. De ninguna manera. Si no trabaja, no cobra.
Tras decir eso, pensó: Estoy hablando como mi madre. Debería ser más flexible, pero no puedo.
-Yo llevaré a Sol al colegio las semanas que no venga Martina -dijo Barclays.
Tatiana no podía llevar a la niña al colegio porque no sabía manejar un auto.
Enterada Martina de que los Barclays no le pagarían tres semanas si viajaba a Las Vegas, prefirió cancelar su viaje. Tal vez pensó que sus jefes eran demasiado estrictos, pero no se atrevió a decirles nada.
Como Martina ganaba el doble que Tatiana y trabajaba mucho menos, Barclays era muy cuidadoso en dejarle su cheque mensual en un sobre cerrado, para que Tatiana no fuese a enterarse de que Martina ganaba más que ella. ¿Por qué Martina ganaba más que Tatiana, si trabajaba apenas dos horas al día, y Tatiana en cambio trabajaba el día entero, sin quejarse nunca, y durmiendo en casa de los Barclays? Principalmente, porque Martina era una señora de cincuenta y seis años, que llevaba más tiempo trabajando con los Barclays, y había pedido varios aumentos salariales, siempre que se le presentaba un problema con alguno de sus novios que, tarde o temprano, le robaban dinero, la estafaban, la decepcionaban. Tatiana, por su parte, era una jovencita de apenas veinticinco años, que todo lo hacía contenta, cantando, sin quejarse, sin meterse en problemas, y por eso los Barclays la adoraban, especialmente la niña Sol, que veía a Tatiana no como una empleada, sino como su amiga. Cuando los Barclays viajaban, Tatiana viajaba con ellos y era ya como parte de la familia.
Al comenzar el mes, Barclays le dejó a Martina un sobre cerrado, con el cheque de su salario, en la mesa de la cocina. Confiaba en que Martina sería discreta al abrir el sobre y no le contaría a Tatiana cuánto ganaba. Aquella noche, al volver de la televisión, comiendo tostadas con queso en la cocina, acompañado de su esposa, Barclays encontró, en la alacena, al lado de las tostadas, el cheque de Martina. Barclays y su esposa se miraron perplejos, consternados. ¿Cómo era posible que Martina hubiese sacado el cheque del sobre cerrado, dejándolo olvidado en uno de los estantes de la alacena? ¿Lo había hecho deliberadamente, para informar a Tatiana de cuánto ganaba, para incordiarla, para humillarla? Porque, desde luego, Martina y Tatiana no se llevaban bien, nada bien, y se veían con el recelo y la animosidad que surgen naturalmente cuando dos personas compiten en un mismo oficio, en un mismo centro de trabajo.
Furioso, Barclays exclamó:
-¡Cómo carajos Martina deja su cheque en la cocina! ¡Cómo puede ser tan descuidada!
Silvana le escribió enseguida a Martina, preguntándole por qué había dejado el cheque en la alacena. Martina respondió sin demora:
-Mil disculpas, señora. Deposité el cheque por teléfono y se me perdió. Lo busqué por todos lados, incluso en la basura, pero no pude encontrarlo.
Barclays no le creyó:
-Ha dejado el cheque para joder a Tatiana -sentenció.
A pesar de que Silvana defendió a Martina y alegó que cualquiera podía perder algo de valor, Barclays le escribió un escueto correo electrónico, diciéndole:
-No puedes ser tan descuidada, Martina. Ya Tatiana sabe cuánto ganas. Ya sabe que ganas el doble que ella. Ahora tengo que subirle el sueldo, obviamente. Todo por tu culpa, Martina. Has perdido mi confianza. No seguirás trabajando con nosotros. Por favor, pasa mañana a dejar las llaves de la casa.
Al día siguiente Martina pasó temprano y dejó las llaves. Le escribió un largo correo a Barclays, agradeciéndole por todos los años que había trabajado para él y pidiéndole una segunda oportunidad. Barclays no le respondió. Se sintió malo, mezquino, cruel. Se sintió excesivamente riguroso, injusto. No encontró compasión en su espíritu para perdonar a Martina.
Cada día me parezco más a mi padre, a mi madre, pensó Barclays. Sin darme cuenta, a veces termino siendo un monstruo. ¿No se me ha perdido alguna vez algo de valor? ¿No se me perdió el pasaporte no hace mucho y tuve que cancelar el viaje? ¿Por qué no puedo comprender y perdonar en Martina lo que bien podría haberme pasado a mí mismo?
La verdad es que Barclays llevaba tiempo pensando que Martina era una mujer demasiado torpe para trabajar con su familia, que su contribución era muy escasa y su salario, desproporcionadamente alto. Quizás entonces estaba esperando una ocasión propicia para despedirla y sacudirse de ella. Porque en su fuero íntimo, Barclays pensaba, y a veces se lo decía a su esposa:
-Si alguien nos va a traer el coronavirus a la casa, sin duda es Martina.
Culposo, pero no del todo arrepentido, Barclays le escribió un correo a Martina, diciéndole:
-Cuando estemos todos vacunados, quizás quieras volver a trabajar con nosotros.
En medio de esas tribulaciones y remordimientos, Barclays tuvo que rendirse moralmente ante un periódico de su país.
Años atrás, el director de ese periódico le había dado de baja como columnista, lo había despedido, alegando que sus columnas habían provocado quejas airadas de lectores moralistas y una amonestación por parte del tribunal de ética del consejo de prensa local. Humillado, Barclays había mudado su columna semanal a otro diario.
Ahora Barclays quería leer todos los días la versión digital del diario que lo había despedido, pero no podía hacerlo, porque le exigían suscribirse. Durante meses, se había frustrado, tratando de leer a sus columnistas favoritos, o ciertos artículos que despertaban su interés, para acabar tropezando, una y otra vez, con un muro, una pared infranqueable: si quiere seguir leyendo, tiene que suscribirse, amigo lector.
Entonces Barclays pensaba: No puedo suscribirme, no puedo pagarle un centavo al diario, porque el director que me despidió sigue siendo el jefe, el mandamás: si me suscribo y le pago, será una rendición, una derrota moral, una claudicación en toda la línea. De manera que, durante meses, Barclays salvaba su dignidad, o eso creía, pero se quedaba con las ganas de leer el contenido de aquel periódico cuyo director lo había despedido.
Finalmente, Barclays se rindió. No por eso perdonó al director que lo había despedido. A no dudarlo las copiosas reservas de rencor que sentía contra él lo acompañarían el resto de su existencia. Pero, entretanto, y aun odiando al director, no quería privarse del ocasional placer de leer ciertos textos de ese periódico. Derrotado, Barclays escribió el número de su tarjeta de crédito y pagó un año por adelantado, a razón de seis dólares por mes.
-He perdido -se dijo Barclays-. Una vez más, he perdido.
Minutos después, le apareció en su bandeja de entrada un correo con la foto del director del periódico, su enemigo, que le decía, con una gran sonrisa:
-¡Bienvenido, estimado lector!