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Zama, de Lucrecia Martel (2017)

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Experimento, de manera sucesiva, sensaciones de placer, admiración, asombro y también un necesario e inescapable aburrimiento; no experimento la misteriosa e íntima conmoción súbita y definitiva de estar ante una obra maestra. Hay algo que se siente como absolutamente irrefrenable que emerge desde lo más visceral; como un golpe seco, irreparable, una herida que probablemente no se cerrará nunca en tu sensibilidad; como si asistieras a un parto: es lo que no siento, en Zama.

El genio es algo como un rayo que te parte la cabeza interiormente de forma brutal, que te deja inmóvil en el sitio donde estás; una y otra vez. Solo queda la rendición. Me refiero por supuesto a algo más que a la sola explosión o éxtasis emocional. Me refiero a algo no excluyentemente subjetivo sino a una experiencia tanto de agitación interior como de conocimiento preciso. Hay algo que sobrepasa el punto temporal en el que estás al momento de experimentar una obra así.

No es que el genio no sea calculador; rebasa todos los cálculos. Y aún la exactitud máxima presenta un margen de indeterminación. Destruye los cálculos con su ingreso a otra dimensión. Exacto. Hablo de la presencia de lo incalculable. Intento hablar de arte, de algo que le hace agujeros a la ‘realidad’. No me refiero al cine-cliché o al cine-chicle velozmente escupible e indefinidamente reciclable. Ese, para el cual el valor máximo es el dinero disfrazado de ‘lo que el público quiere’, y no el propio arte.

Susan Sontag distinguía entre obras segregadas y obras construidas. La inteligencia constructiva de Zama está fuera de duda. No hay que confundir sin embargo la genialidad con un alto grado de sutileza y densidad. Y hay paradójicamente un sentido auténtico de humildad inherente a la obra superior (no me importa si no te gusta la palabra superior, tu problema) en contraste con el violinista virtuoso, tan enamorado de su propio e invencible virtuosismo, como si solo eso fuera suficiente.

La naturaleza es aquí una pintura bien ejecutada y un cromo colorido, no como en Herzog, o en Weerasethakul, en donde habla por sí sola y es apreciada sin tener que ser reducida a un marco predeterminado o a fórmulas ya ensayadas. Imaginaba una novela gráfica por la elaboración de casi cada plano, pero no me imaginaba esa enérgica circulación sanguínea casi inefable, insustituible piedra de toque siempre presente en las obras que considero más preciadas.

Martel aloja su creatividad en los códigos de la película histórica. La rigidez constitutiva de este género es constantemente dinamitada -no había otra opción- pero la seguridad estructural de esa malla resulta aún así tan grande que queda claro que la necesidad de control se impuso al juego más creativo con el azar (juego necesario con el azar, juego con ‘el azar necesario’) en vez de perderse y estar perdido (eso es crear). No me seduce una arquitectura segura dentro de una zona tan segura.

La manía de la corrección formal, como rasgo asegurador –hasta las pelucas despeinadas están tan cuidadosamente despeinadas– necesita el aniquilamiento de las máscaras, y aquí la película entera es una máscara que acaso tarda demasiado en desenmascararse. El aspecto cartón y cartoon de la artificialidad, que vuelve incluso al salvajismo de la trama casi un énfasis rococó, aplasta el aspecto sublime de la alucinación sensorial, y ese fabuloso sonido en capas que son capas de conciencia…

La aparición de la llamita: su irrupción como fresco rayón surrealista, su extrañeza radical, su humor que rebalsa; sobreviviente de lo que ahogaron los excesos calculadores de Martel. Porque pudo haber mayor espacio para lo incalculable, lo que hubiera sido más fiel al espíritu de la exquisita novela de Di Benedetto. No es lo mismo dar un salto mortal casi a oscuras porque eso es lo que tienes que hacer, que ejercitarse en un gimnasio moderno, confortable, agradablemente iluminado.

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