Opinión

Yana-Wara, de Tito y Óscar Catacora (2023)

Lee la columna de Mario Castro Cobos

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Mirando Yana-Wara, me sentí en una película japonesa —no peruana— o, para ser más justo y exacto, estaba viendo una película aymara (aymara de la Nación Aymara, no solo hablada en aymara). —Insistiré en este punto: conozco mejor la cinematografía japonesa que la aymara—. Sintomático, ¿no?

La etiqueta ‘cine peruano’ es problemática; colonialista, ciega, injusta, empobrecedora: soy peruano (sí, y de paso bastantes otras cosas). Admiré (por momentos, casi sin reservas) una película que tenía que ver poco con mi mundo, que no alcanzaba a entender bien por momentos; y quizás lo más interesante era eso.  

Al ver Yana-Wara vino a mí Kurosawa, por una cierta atmósfera, y una fibra tan dramática; extrañé la lluvia en Rashomon, casi cósmica —no la más tenue y modesta de Yana-Wara—. Recordé, también, conforme avanzaba, alguna película china filmada en zonas rurales. De las que muestran campesinos humildes apachurrados por la fuerza ciega del destino. Cambia destino por estructuras sociales injustas, cruelmente patriarcales y la cosa se entiende mejor. 

La riqueza visual de Yana-Wara y su sabiduría cinematográfica son evidentes, su asimilación de mucho del mejor cine (no necesariamente peruano) es irrefutable; se trata de una de las mejores películas que se han hecho por aquí. Estoy ante un clásico instantáneo, que sintetiza y concentra y supera muchos intentos anteriores y que clarifica el camino a seguir. Nos ayuda a todos.

Relaciono Yana-Wara, junto al terror y misterio japonés, espiritual o temáticamente, con dos películas también japonesas de anime difícilmente olvidables: Belladonna of sadness, de Eiichi Yamamoto (1973) y Midori: la niña de las camelias (1992), de Hiroshi Harada. Dos películas poderosamente traumatizantes, donde si nada puede salir mal es porque todo puede salir peor (al muy joven personaje femenino principal).

Ante más de una de las escenas del juicio, tanto en actuaciones como diálogos, uno no puede evitar sonreír. A la vez, uno imagina, por algún plano visto, que los directores han mirado con atención La pasión de Juana de Arco, de Dreyer.

Cuando la triste y trágica historia llega al límite o lo traspasa y entra en lo kitsch y lo ridículo, entonces se juega la carta del efecto especial terrorífico o fantástico. Y ahí uno también sonríe, esta vez no por la ingenuidad, sino por la inteligencia en el juego con los elementos de la composición.

(Columna publicada en Diario UNO)

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