Y aquí estamos. Sin saber si reír o llorar. O asumir directamente que somos una tragicomedia. Deduzco que a todos nos ocurre lo mismo. En ese punto somos, realmente, compatriotas. Hemos tenido y padecido de todo en esta aldea y, como si no bastara nos terminan cantando, desde la presidencia de la República, “Estaba el señor don gato ron ron…” mientras en las calles roban, secuestran y matan.
Desde el poder nos han mostrado tantas cosas inverosímiles que uno puede hacer un recuento cortito y de memoria. El general Velasco mandó a enterrar con ceremonia y en una tumba con todas las de la ley, la pierna que le amputaron como diciéndole: “Espérame que para caminar en la eternidad se necesitan dos piernas”. Tremenda es la escena de Alejandro Toledo meando la resaca sobre la llanta de un helicóptero, o la ridícula exhibición de Pedro Pablo Kuczynski y su gabinete ministerial haciendo gimnasia en el patio de Palacio de Gobierno o Pedro Castillo visitando en nocturna hora a un amor clandestino que terminó siendo primera ministra.
Hemos tenido de todo porque una característica de la peruanidad es que siempre se puede cavar más hondo. Nunca hay sótano. Siempre hay un piso más abajo. Es nuestra tragicomedia: reímos y sufrimos. Como el dicho que pintan los camioneros: “No se gana pero se goza”.
Y como entre risa y risa toleramos el disparate, hemos llegado al momento estelar de Dina Boluarte, presidente de la República. Su antecesor nos había contado la fábula del pollito y hasta hoy no sabemos si el niño le terminó torciendo el pescuezo o si el pollito llegó a su destino de pollo a la brasa. Como la fábula no funcionó, doña Dina cambió de género y optó por el show variado.
Ya nos había regalado su performance vestida de beata colonial visitando al Papa; el jogging al estilo Christian Cueva para su viaje intercontinental; la cajita con sus aretes de fantasía y el reloj barato para negar los Rolex y las joyas recibidas “en préstamo”. Esta vez, en tan solo dos días hizo magia con un mago que no desapareció nada; jugó al vóley en el patio de Palacio y rodó al piso el ministro más alto; y, en el acto estelar, cantó “Estaba el señor don gato ron ron”.
Ya se sabe que el ridículo para ser tal necesita de espectadores y los niños sentados en las butacas del teatro dieron un veredicto unánime: se quedaron mirándola como los niños suelen mirar a los adultos que hacen tonterías sin gracia. Sin palabras dijeron, con sus miradas y sus caritas, lo que decía el escritor Augusto Monterroso: «El hombre no se conforma con ser el animal más estúpido de la creación; encima se permite el lujo de ser el único ridículo».
La señora Boluarte está desfasada incluso cuando hace disparates porque no se percata que, en tiempos de reggaetón, “Estaba el señor don gato ron ron” es una antigua reliquia musical. Cómo entonarla mientras en las calles los balazos van y vienen y una niña, que hacía en su casa la tarea escolar, recibe el impacto de una bala perdida. Y en medio de la violencia desbordada, ¿sabrá Dina Boluarte que existen sicarios de doce años de edad que no cantan don gato ron ron?
Habría que pagar una recompensa para conocer el nombre del asesor que inventó la semana del show. La figura presidencial se había desplomado en la última encuesta y decidieron volverla “simpática” y terminaron haciendo que todo parezca el ridículo casting de Dina Boluarte para ver si la reciben en “Al fondo hay sitio”.
Mientras tanto ¿qué hacemos con la economía que sigue en problemas? ¿con los hospitales saturados? ¿con la falta de medicinas? ¿con el salvaje transporte público? ¿Qué hacemos con todo lo que necesita el país?
La gente se está hartando de los desmanes de la clase política y lo hace notar en los abucheos en lugares públicos. Cuidado que la canción que entonó Dina Boluarte tiene una variación española que indica que don Gato cayóse del tejado ron ron y rompióse seis costillas ron ron, el espinazo y el rabo ron ron. No sea que a la gata Dina se le acabe el ronroneo.