Les juro que he pensado y repensado casi toda la tarde de este caluroso domingo cómo iniciar esta columna pues la felicidad más pura tiene miles de formas que una sola no me basta. De todas las posibilidades espero que esta sea la más fidedigna de mis emociones, pues hablar de racionalidad en estos momentos lo puedo dejar en los libros de ciencia y matemática; al menos esta vez. Acá no se puede esperar lo previsible pues la historia que se acaba de escribir fue un carrousel en donde el personaje principal tocaba con las manos el cielo y con los pies el infierno.
El diez argentino, luego un larguísimo camino, más cerca de decir adiós, un domingo como hoy finalmente dijo “ya está” y se dejó caer en el gramado. Su obra cumbre había sido concluida y decidió descansar plácidamente envuelto en una ovación tan ensordecedora como mil trompetascelestiales. “Ya está”, repitió y miró el firmamento, satisfecho y exhausto, bendecido y afortunado, desatado y sereno. Lionel Messi finalmente era campeón mundial.
En más de una ocasión, durante toda su carrera deportiva, su nombre fue llevado casi a niveles divinos, siendo él apenas un simple mortal, teniendo que recorrer, paso a paso, la gran estela de un ser alado como Maradona. En ese larguísimo trayecto, no ajeno a los abismos y laberintos, más de una vez vio cómo se le escapaba de las manos eso que los humanos llaman ‘La gloria’. A pesar de que lo había conseguido todo en sus clubes, debido a que desde muy joven era considerado ya un “mesías”, le exigían que camine sobre el agua, que reviva a los muertos, que sane las heridas, en otras palabras: no bastaba lo excepcional, él tenía que ser el alfa y omega del fútbol.
Destinado o no, como todo ser de carne y hueso, la vida se encargó de prepararle el camino más difícil de todos; ese que solo unos cuantos lo pueden atravesar, ya que caídas tuvo, y seguro que más de uno ya hubiese dicho que eso no era lo suyo, que a pesar de darlo todo nunca se iban a cumplir sus sueños.
Esta tarde o noche, su gran prueba fue enfrentarse a un rival más grande, más joven, más rápido y más poderoso que él. Un ser capaz de cambiar de piel para transformarse en una pantera, una bestial letal que esperaba el momento exacto para devorar, que se confundía con la noche, un francés cuyas piernas ponían a prueba la velocidad del sonido.
Esta final, sin lugar a dudas, fue la mejor que he presenciado en mi vida, aquella que se burló de todos haciéndonos creer que iba a terminar con un “y vivieron felices para siempre” para segundos después decirnos que todo se trataba de una ilusión, un garabato, un rasguño a nuestras emociones, haciéndonos caer poco a poco en la perplejidad de lo absurdo, en el realismo fantástico. Justo cuando millones creíamos que el final del arcoíris estaba cerca, ese que nunca creímos alcanzar, tantas veces como la injusta vida, un nuevo agujero aparecía, un nuevo tirón hacia atrás, un “quédate quieto” nos sujetaba desde atrás, tan cerca pero tan lejos, tanto y tanto amor, tanto y tanto llanto, tantas risas, agonías, sinsabores, sobresaltos, conjeturas y resoluciones, para que nuevamente un gran espejismo se nos abriera al frente nuestro.
Pero este domingo, este maravilloso domingo, el chico rosarino logró romper la ‘Matrix’, saltarse la cola, partir en mil pedazos un espejo que tantas veces le devolvía el reflejo de un dios, para que en este mundial se muestre su verdadero yo, el reposado, sereno y furioso, astuto, zorro, iluminado. Era Messi en estado de nirvana. Su infinita perseverancia, sus ganas de sobresalir, su deseo de tocar con la yema de sus dedos las nubes y las estrellas pudieron más. Desde los cielos se oyó un estruendo, y una voz más antigua que el tiempo y la memoria sentenció “a descansar, hijo”, y en ese preciso momento su Argentina salió campeón.
De todos los finales posibles, de todos los nombres posibles, de todas las palabras, hay una que sabe tan bien en la boca de Messi hoy: Campeón, campeón, campeón.