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Wisława Szymborska y la importancia del “no saber”

Ganadora del premio Nobel de Literatura de 1996 se refirió en su discurso de aquel año a la relevancia de entender las cosas.

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La galardonada con el Nobel de Literatura de 1996, Wisława Szymborska, nació un 2 de julio de 1923 en Cracovia -Polonia, y durante su extensa vida de las letras fue ensayista, escritora, traductora, y sobre todo poeta, hasta su partida el 1 de febrero de 2012.

Sus obras estuvieron cargadas de mucho pesimismo y desencanto de la realidad, encontrando en ellas pedazos de su infancia y adolescencia, pues sufrió en carne viva los horrores de la ocupación nazi de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial.

De personalidad discreta, siempre evitó mostrar sus sentimientos o incluso hablar de ella misma. Resultaba sumamente raro que alguien lograra indagar algo de ella, y muchas veces los periodistas se topaban con una enorme pared invisible entre la poetisa y el mundo.

Como parte de su carácter siempre contestatario, Szymborska, tras haber obtenido el Nobel de Literatura en 1996, se refirió a la trascendencia del ser humano de querer saber siempre más, partiendo en reconocer lo desconocido. Ya ahí, reconociéndose como ignorante de algo, esa sería la piedra angular de querer investigar y no quedarse con una respuesta estándar, lo que ella criticaba de la sociedad: conformarse solo con una parte de la historia y no averiguar qué más hay detrás.

El “no saber” daría nacimiento, indicaba la escritora polaca, en las mentes de los poetas a la inspiración, que sin ella no se podrían hablar de las grandes obras universales, pero que muchas veces es esquiva porque su origen tiene que salir de lo más profundo de todo el ser, y que no todos tienen ese ‘don’, pero que cualquier en alguna parte de su vida logra alcanzarla.

A continuación, se transcribirá un fragmento de su discurso ofrecido en 1996, luego de haber obtenido el mayor reconocimiento por parte de la academia sueca, donde plasma a la perfección su idea de “no saber”.

He mencionado la inspiración. A la pregunta de qué cosa es, suponiendo que algo sea, los poetas contemporáneos responden de modo evasivo. Y no porque nunca hayan sentido los beneficios de este impulso interior, más bien se debe a otra causa: no es fácil explicar a los demás algo que ni siquiera se comprende bien.

Yo misma he evadido el asunto cuando me lo han preguntado. Y contesto lo siguiente: la inspiración no es privilegio exclusivo de los poetas ni de los artistas en general. Hay, hubo, habrá siempre un número de personas en quienes de vez en cuando se despierta la inspiración. A este grupo pertenecen los que escogen su trabajo y lo cumplen con amor e imaginación. Hay médicos así, hay maestros, hay también jardineros y centenares de oficios más. Su trabajo puede ser una aventura sin fin, a condición de que sepan encontrar en él nuevos desafíos cada vez. Sin importar los esfuerzos y fracasos, su inquietud no desfallece. De cada problema resuelto surge un enjambre de nuevas preguntas. La inspiración, cualquier cosa que sea, nace de un perpetuo «no lo sé».

La gente así es bastante escasa. La mayoría de los habitantes de esta tierra trabaja porque necesita conseguir los medios de subsistencia, trabaja porque no le queda de otra. No fueron ellos quienes por pasión escogieron su trabajo, son las circunstancias de la vida las que escogen por ellos. El trabajo mal querido, el trabajo que aburre, es respetado únicamente porque no resulta accesible para todos, y está situación constituye una de las más penosas desgracias humanas. No se vislumbra que los siglos venideros traigan un cambio feliz al respecto.

Así pues, tengo derecho a decir que aunque le estoy escamoteando a los poetas el monopolio de la inspiración, de cualquier manera los coloco en un grupo reducido de elegidos por la suerte.

En este punto pueden surgir ciertas dudas en los oyentes, si consideran que a los diversos verdugos, dictadores, fanáticos, demagogos que luchan por el poder con ayuda de un par de consignas gritadas en tono muy alto, también les gusta su trabajo y también lo llevan a cabo celosamente. Cierto, pero ellos sí «saben». Saben, y lo que saben una sola vez les basta para siempre. Ya no tienen curiosidad por saber más, puesto que podría debilitarse su fuerza de argumentación. De modo que cualquier tipo de saber del que no surgen preguntas muy pronto fenece, pierde la temperatura propicia para la vida. En casos extremos, como es bien conocido en la historia antigua y contemporánea, puede resultar mortalmente amenazador para las sociedades.

Por lo anterior, estimo altamente estas dos pequeñas palabras: «no sé». Pequeñas, pero dotadas de alas para el vuelo. Nos agrandan la vida hasta una dimensión que no cabe en nosotros mismos y hasta el tamaño en el que está suspendida nuestra Tierra diminuta. Si Isaac Newton no se hubiera dicho «no sé», las manzanas en su jardín podrían seguir cayendo como granizo, y él, en el mejor de los casos, solamente se inclinaría para recogerlas y comérselas. Si mi compatriota María Sklodowska-Curie no se hubiera dicho «no sé», probablemente se habría quedado como maestra de química en un colegio para señoritas de buena familia y en este trabajo, por otra parte muy decente, se le hubiera ido la vida. Pero siguió repitiéndose «no sé» y justo estas palabras la trajeron dos veces a Estocolmo, donde se otorgan los premios Nobel a personas de espíritu inquieto y en búsqueda constante.

También el poeta, si es un verdadero poeta, tiene que repetirse perpetuamente «no sé». Con cada verso intenta responder, pero en el momento en que pone el punto final, le asaltan las dudas y empieza a advertir que su respuesta es temporal y en ningún caso satisfactoria. Entonces prueba otra vez y otra vez, para que a las sucesivas muestras de su insatisfacción consigo mismo los historiadores de la literatura las sujeten con un clip enorme para denominarlas «La Obra».

(Traducción: Krystyna Libura y Arturo Viveros.)

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