El vizcarrismo y el fujimorismo no tienen seguidores; tienen devotos, adictos, fanáticos. Gente que está dispuesta a poner la otra mejilla, el hombro, el pecho y el trasero por estos ídolos de barro. ¿Se trata de una patología popular? ¿O el chino y el lagarto son tan buenos actores, capaces de convertir la corrupción en honestidad, la pendejada en heroísmo, el cálculo cínico en trabajo por el pueblo?
Entre Fujimori y Vizcarra hay más similitudes que diferencias. Aunque el entorno de este último se haya empeñado en construirle una imagen de estadista, de gentleman, de hombre preocupado por su pueblo, de papá, de líder, de Superman.
Ahora se puede inferir que la lucha del vizcarrismo contra el fujimorismo —el cierre del Congreso y la condena de sus prácticas— no obedecía a un prurito ético ni a los designios de un conductor esmerado por adecentar al país. Eran los cálculos políticos de un hombre que diseñaba —pausada y paulatinamente— los mecanismos para hacerse con el poder. Vizcarra no vio en el fujimorismo el enemigo que cualquier político decente hubiera visto, vio mas bien a su némesis, a su gemelo diabólico que podría disputarle el poder. Por ello su vocación y su afán por silenciarlo, por reducirlo y llevarlo a su mínima expresión. Vizcarra desactivó el veneno fujimorista y lo redujo. Vizcarra logró que el fujimorismo no joda más. Sólo un lagarto, ávido de poder, pudo morder el veneno fujimorista sin infectarse. Y sólo un hombre como Vizcarra pudo capitalizar este cálculo político para fungir como conductor de la nación.
Es verdad que el fujimorismo no perdona la pendejada de Vizcarra. Vizcarra fue más cuco y los líderes naranjas siguen, hasta hoy, intentando descubrir cómo fue que este expresidente regional con pinta del albañil de Village People pudo tomar el poder. Y es por ello que Vizcarra se vuelve un personaje mucho más siniestro. Porque Vizcarra enarboló la bandera contra la impunidad, la corrupción y la viveza política arraigada en nuestra nación. Y Vizcarra resultó siendo tan cínico y pendejo, como el congreso fujimorista que logró desactivar.
El pueblo, sin embargo, no tiene las cosas en claro. Empeñados en ver, únicamente, a dos bandos enfrentados —como si la política se tratara de una película de Marvel— se obsesionan por defender —contra todo argumento— a sus líderes.
Los vizcarristas creen que por cerrar el asqueroso congreso fujimorista, Vizcarra se ha convertido —ipso facto— en el líder cabal que busca devolverle la decencia a la política peruana. Que tener en contra a la lacra de Merino y sus adláteres confirma las credenciales democráticas y honestas del vizcarrismo. Y que se le debe perdonar, entonces, el desastre de su gestión en plena pandemia; la pendejada de ponerse la vacuna – que quiere hacer pasar como heroísmo; el swing de las órdenes de servicio y las investigaciones, de larga data, en su contra.
Los fujimoristas —que se han tragado la mentira del chino que luchaba contra el terrorismo— mientras pescaba en la selva y la supuesta inserción comercial “que devolvió la estabilidad económica a la nación”, cuando las empresas privadas eran subastadas en una orgía de marmaja y corrupción, creen que se le debe perdonar todas las prácticas corruptas a Fujimori porque estabilizó el país. Y creen que los chanchullos de Vizcarra adecentan al fujimorismo. Como si los pecados del lagarto santificaran al chino.
Las pugnas entre el fujimorismo y el vizcarrismo no son una controversia entre buenos y malos. Ni entre decentes contra honestos. Aquí ningún bando busca el progreso de país. Es la lucha entre Scarface y Don Corleone. Ni el guionista de Los Soprano hubiera inventado tanta pendejada junta.