Hace algún tiempo un amigo me contó que había tenido un día extraño. Había entrado a su cuenta de Facebook con el primer café del día, y descubrió a una chica que lo impactó. Estuvo entonces viendo todos sus álbumes, escuchando las canciones que ella había posteado, leyendo los links que ella recomendaba, y claro: viéndola en la playa, en el bus, en la fiesta, en el espejo del baño, en la discoteca, en la calle, en el parque, en el mercado, en el ascensor, en bicicleta, en patines, en un concierto, en dos conciertos, en la tienda de ropa, en pose sugerente sacando la lengua con una V que no era de vendetta si no de vengadora, y así, ad infinitum. Cuando levantó la cabeza, borracho de amor y con los ojos ardiéndole, eran las ocho de la noche y ya servían la cena en el comedor.
He intentado vivir sin Facebook durante, al menos, un par de semanas. De esto ya hace meses. La primera noche que le di de baja temporal a mi cuenta, dormí tranquilo. La segunda noche pensaba en cómo estaría una amiga que atravesaba un problema familiar. La tercera noche recordé a una amiga con la que tenía un proyecto en común y no habíamos terminado de coordinar todo. Recordé, al cuarto día, que casi no recibía llamadas telefónicas, que todo lo hacía por Facebook. El quinto día no pude dormir bien, lo mismo que el sexto. Al séptimo día y sudando frío, me senté en la sala a las cuatro de la mañana y pensé “un ratito nomás”, y reabrí mi cuenta. Nada había cambiado.
La vida actual podría definirse como AF/DF. Al comienzo de los noventas y con una Internet incipiente, creo recordar que era entonces más útil. No solo pasaba más tiempo buscando becas, convocatorias internacionales o concursos antes infinitamente lejanos (cosas que al fin y al cabo me interesaban entonces), sino que buceaba (palabra ahora en desuso virtual), entre decenas y decenas de páginas, y la red era entonces un mundo listo para mostrarse a quien quisiera (y se diera el tiempo) de navegar. La información estaba ahí, biografías, investigaciones, lecturas gratis, foros donde la gente se asesinaba virtualmente, chats eróticos, juegos on line, foros para conocer personas de lugares lejanos (personas a las que tal vez jamás veríamos en nuestras vidas), noticias interesantes… Hoy el Facebook lo ha centralizado todo, y lo ha dosificado todo. Y lo que es peor: ha redefinido nuestro concepto de amistad. No es novedad entonces ver fotos familiares donde las seis personas presentes en la imagen están todas mirando sus aparatos, escribiendo con los pulgares, “compartiendo”. No faltará tampoco quien tenga más de mil amigos en su muro, de los cuales a las justas si conocerá de verdad a 10 personas (en persona).
Ocurre lo mismo con las reuniones de amigos. No hay, ahora, reunión donde un teléfono esté contando, segundo a segundo, las incidencias de la noche. O tal vez no, tal vez sea peor: no pasa un momento en que esa ventana no nos guiñe el ojo para realizar la actividad humana más ociosa: hurgar en fotos ajenas, en vidas lejanas en la realidad pero cercanas en lo virtual, ver dónde viaja la gente, dónde come, dónde cena, dónde veranea, qué se ha comprado, cuánto les ha costado, con quiénes se rodea ahora… esa suerte de fetichismo implantado por el mundo virtual es un arma de doble filo. Por un lado te va llenando la cabeza de información inútil (vamos, tampoco es que estés leyendo a Hawkings todo el día pero estar mirando fotos con frases de Coehlo o de niños africanos con leyendas tipo “Sé que no me darás like porque soy diferente”, es para enfermar, de alguna forma, tu cabeza). Por otro lado, y quizá sea el lado más oscuro, pierdes el tiempo de la forma más tonta y absurda del mundo: viendo cómo viven los demás.
Hace algún tiempo un amigo me contó que había tenido un día extraño. Había entrado a su cuenta de Facebook con el primer café del día, y descubrió a una chica que lo impactó. Estuvo entonces viendo todos sus álbumes, escuchando las canciones que ella había posteado, leyendo los links que ella recomendaba, y claro: viéndola en la playa, en el bus, en la fiesta, en el espejo del baño, en la discoteca, en la calle, en el parque, en el mercado, en el ascensor, en bicicleta, en patines, en un concierto, en dos conciertos, en la tienda de ropa, en pose sugerente sacando la lengua con una V que no era de vendetta si no de vengadora, y así, ad infinitum. Cuando levantó la cabeza, borracho de amor y con los ojos ardiéndole, eran las ocho de la noche y ya servían la cena en el comedor.
Poco a poco hemos ido dejando de lado cosas elementales como el simple acto de salir, de pasear, de conversar, de reunirnos en un parque, de caminar. Ayer escuché un comercial de radio ¿o era de televisión?, un jingle que motivó estas líneas; uno de los estribillos decía: “con esta megapromoción / vas a estar pegado todo el día en Facebook”. Por la noche vi una viñeta de Quino, dedicada a los transeúntes-lectores “caídos en acción” (la imagen de abajo), y pienso en si habrá una estadística de muertes de personas que cruzan la pista viendo el teléfono y leyendo en simultáneo. Y en hasta qué punto hemos ido dejando de ser nosotros mismos para “fabricarnos” ante los demás.
Foto: tomada del muro de la escritora Katya Adaui sobre la expo Quino 2014. Argentina.
Creo que está demás mencionar a la política virtual, ese es otro tema, uno donde el campo de acción es el mundo 3.0 entre dos y hasta tres bandos, donde todos tienen la razón y donde, a diferencia del grito y los golpes, se opta por eliminar al “contacto” luego de insultarlo y desmerecer su genealogía al no convencerlo de que lo que se piensa es, ciertamente, la única verdad. Tema largo y hasta cansado pero no por eso menos divertido. He visto (y ustedes también, con toda seguridad) destruirse amistades largas, terminar relaciones amorosas, decirse zamba canuta defendiendo a una persona (que no conocen ni que los conoce) y no a la idea o lo que representa. Suele pasar, además, que se desarrolle esa necesidad enfermiza de ver cuántos “likes” recolecta el comentario, el posteo, el video, lo que sea (o cuántos compartidos tiene el posteo de turno). Como si el like fuera la confirmación de que lo que se escribió es trascendente para la vida de los demás.
Vivir sin Facebook en estos tiempos puede ser productivo: tendrás más tiempo que el resto para crear (o hacer cualquier otra cosa, como rascarte la barriga un fin de semana, tirado en el sofá con los hijos, viendo alguna película animada). Igual puedes bucear como hace veinte años en decenas de decenas de páginas y luego apagar la computadora con la tranquilidad de que no existe esa necesidad de cosechar likes, de que la información que encontraste te es realmente útil (a menos que consideres la vida de Millet Figueroa o los problemas familiares de “Peluchín” como útil, pues así no quieras, ahora, con el nuevo diseño del Facebook, tienes la fauna “artística” a un click de distancia).
Tal vez sea tiempo de hacerse alguna apuesta personal: cerrar el Facebook, ponerse los audífonos y salir silbando al parque, caminar, comprar un libro (sin tomarle foto para subir la imagen y que nos deslumbremos por el tremendo lector que eres), y sentarse a leer en el jardín. La vida es más intensa en el mundo real, más emocionante. Es, a todas luces, una vida de verdad.