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Viernes Literario: “Memorial de Casa Grande”

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Escribe: Pavel Ugarte Céspedes

Rodolfo Hinostroza siempre destacó por su original poesía y polifacéticos escritos, él era la mayor síntesis de su sensibilidad humanista. En el Cusco lo vimos por última vez un 10 de abril del 2015. Yo cumplía, contra todo pronóstico, 30 años y ese día se inauguraba la Casa de la Cultura del Cusco en la Casona San Bernardo. Los mismos “enerolovers” que hoy promueven la vigésimo cuarta versión del Enero en la Palabra, inauguraron una sala para la poesía entre otras dedicadas a otras artes. Ese día, mi obsequio de cumpleaños fue conocer a Rodolfo Hinostroza, gracias a otros poetas como Vladimir Herrera y Carlos “El Chino” Velásquez. Tuve el privilegio de beber con él y fumar un cigarro de aquellos que te llevan a las estrellas y te dejan estupefacto. Su estela me llevó a los mismos lugares y amigos en Puebla, México. Al terminar, hace poco, de leer su “Poesía Completa” editada por Tribal Poesía el 2013, no pude evitar llorar de gratitud pero también de emoción ante el último pasaje de su vida que retrata a sus ancestros y familia. Todos aquellos que vivieron en “Casa Grande” aquella casa del “abuelo Isidro que enterró su fortuna en una mina de oro”.

“Memorial de Casa Grande” se publicó por primera vez el 2005 luego de un prologando mutismo que presagiaba esta “lágrima negra” recordando aquella casa barrida por los infortunios de la familia y el deslizamiento de uno de los frentes de Huascarán en 1970. En fracción de segundos dejó 70 mil peruanos sepultados en lo que ahora conocemos como el Campo Santo de Yungay. El libro empieza con “Los tíos de Huaraz” retratando su éxodo y uno a uno a los hermanos y hermanas de su padre, aquellos que siempre trataron de estar juntos:

“En el infierno de Lima ya instalados / Los 11 hermanos fueron solidarios en la pobreza y se dieron la mano cada vez que pudieron / Creían que “la unión hace la fuerza” / Y siempre trabajaron y vivieron en mancha / Y donde iba uno, iban todos los tíos.” (Pp. 223) Barranco es un paisaje recurrente como la vida en familia y en barrio: “Tía Isabel, Chapica, la segunda, se casó / con un capitán Solis, de la caballería, / que le hizo puras hijas mujeres: / Camucha, que a su vez se casó con un aviador, Alicia, que terminó por casarse con mi tío Rodolfo, / Esperanza, que se casó con Hugo, / Mañuca, que era epiléptica, con unos espectaculares ataques teatrales / de espuma por la boca que mantenían a la familia en vilo / mejor que la radionovela de la una de la tarde / y nunca se casó, y por último Bertha, la malcasada…”

Editorial Tribal.

“A Bertha el marido Miguel le pegaba a la mala. / Le pegaba con el puño cerrado, como a hombre, / hasta desfigurarle el rostro a puñetazos / con zapatos blanquinegros de caficho la pateaba, / Con hebilla de correa le pegaba, con encono la pisaba, / Ante sus 8 hijos aterrados / que recibían su parte de violencia / En casas miserables que olían a caca, a leche y a meados / Y después que no nos hablen de la baja autoestima de los peruanos…” Esos terribles episodios contrastan con los gratos recuerdos entre verso y prosa. Entre horror y alegría la imagen inmaculada de la casa paterna brilla… “El apacible Huaraz de mis abuelos / desapareció, con sus antiguos fastos / sus fundos, sus casonas, sus saraos, / sus añosas familias, sus costumbres…”

“Las bodas de tía Luchita” es otro poema extenso que rememora el cariño que uno de niño siente por aquellas figuras maternas que a veces sobrepasan los límites de la ternura. Luego de leerlo, cómo no recordar a la entrañable “tía Chofi” de Jaime Sabines. Y cómo no recordar a “Los Hijos de Clausen”, el retrato de la familia materna donde nunca se halló y donde tal vez se suscitaron los más crueles traumas para un niño. Relata la nefasta herencia del abuelo danés para llegar a la figura de la madre y hablar del amor que se tuvieron sus padres y también cómo se rompió. Hoy en día ser hijo de padres divorciados no es problema de otro mundo, sin embargo a este poeta le llegaron las pesadumbres desde niño y esta catarsis versada es un fiel testimonio de lo que el arte puede hacer por nosotros. Sanar, reinventar, encontrar las palabras más sencillas y dulces para explicar los trágico y complejo. Entendí aquella conversación del 2015 cuando nos hablaba de astrología y gastronomía, de la política como una experiencia no como un dogma. Recuerdo su amena conversación henchida de experiencias, libros, amigos. Al leer este libro que reúne su Poesía Completa, no pude evitar evocarlo y también recordar su “antropología de los gigantes” y como no, las recurrentes referencias a Octavio, el poeta que había desaparecido durante años y a quien tuve la suerte de conocer gracias a “Los huesos de mi padre”, otra vez, gracias maestro:

“Los huesos de mi padre”

Serán éstos los 206 aristocráticos huesos de mi padre?

Todos completos, con su maxilar inferior, su frontal,

sus falangetas, su astrágalo,

su vómer, sus clavículas?

No se habrán confundido

en la Fosa Común

con los de un vagabundo

de esos que abundan en las calles de Lima,

y mueren sin un grito? Cómo voy a confiar

en que sean éstos los huesos de mi querido padre,

don Octavio, Tachito,

si en la Fosa Común donde lo echaron

puede ocurrirle cualquier cosa

a los huesos de uno?

Su hermano, tío Reynaldo había jurado

encontrar a mi padre, y recorrió toda esta Lima a pie

durante un año, para hallar a mi padre, el poeta,

que se había perdido en la ciudad,

como suele ocurrirles a los ancianos y a los locos.

Todos los días salía, después del desayuno,

a buscar al hermano mayor,

a aquel poeta provinciano,

talentoso, desgraciado y perdido

por los barrios de Lima. Llevaba

una vieja foto de mi padre, amarillenta,

donde aparecía con su pelo ya blanco,

sus ojillos brillantes de inteligencia, sus mejillas flácidas

labradas por años de inútiles batallas

contra lo que él llamaba su destino adverso

cuando se hallaba de un ánimo blasfemo,

dispuesto a enrostrarle a un Dios

en el que no creía,

sus continuos fracasos.

La boca grande, elocuente.

La frente alta y despejada. Con un terno marrón, creo,

a rayitas. Esa imagen debió corresponder

a una época feliz, tal vez la de Huaraz,

cuando estábamos todos juntos, mi hermana

mi madre y yo, mucho antes

del divorcio.

Reynaldo la mostraba

a la gente, los interrogaba venciendo

su enorme timidez: “¿Ha visto a este hombre?”

indesmayablemente a pie,

tío de a pie como un remoto soldado de una guerra perdida,

raso, humilde, cumplido,

indagando en los parques, en los hospitales,

en las estaciones de autobús,

en los mercados,

pues quería encontrarlo,

ésa era la misión que se había impuesto

antes que la muerte se lo lleve.

Pero la muerte se llevó primero a tío Reynaldo

de un cáncer al estómago,

sin saber que mi padre lo había precedido en el último

rumbo,

y no fue sino mucho más tarde que mi hermana

al fin encontró a mi padre

en una Fosa Común del cementerio de Miraflores

donde sus huesos misteriosamente habían venido a dar

porque nadie había reclamado su cadáver.

La muerte

que con callado pie todo lo iguala

lo había sorprendido en un asilo municipal

donde llevan a los locos que vagan por las calles de Lima

y había muerto, enloquecido y solo,

él, Octavio, Tachito, el poeta, el hermano mayor

que había nacido en cuna de oro.

Siempre pensé que moriría rodeado

como Maese Manrique

de sus hijos, hermanos y criados

reconciliado con su terco destino

y cesaría la angustia

la loca angustia que desorbitaba sus ojos

porque no quería morir como un fracasado

y su muerte le cerraría para siempre

las puertas de La Gloria.

No reposó un instante en vida

acechando a la suerte en todos los caminos,

en todos los concursos,

esperando un cambio del destino

un premio, algo definitivo

que sacase su nombre del anonimato

y le diese la paz. Ya no soñaba con el Premio Nobel,

sino con la publicación de sus poemas

que eran profundamente hermosos

y cada día más bellos

cuanto más desgraciada era su vida.

Se sentía en deuda

con nosotros sus hijos,

y los recuerdos de nuestra infancia feliz lo atormentaban

hasta hacerlo sangrar

como un patriarca loco que ha perdido

el paraíso inadvertidamente

por una mala mano en el tresillo

un mal consejo, o una debilidad de temple

inconfesable.

Entonces quería estar solo, huía

de la familia, se confundía

en Lima entre los vagabundos, le aterraba

y le atraía como un destino escrito

la mendicidad al final del camino. No aceptaba

el rol que todos querían para él:

el del abuelo sabio y respetado

que mora y aconseja en el hogar de su hija: prefirió

seguir en la batalla hasta el final,

irse a la calle

esperando un milagro.

Sus despojos

fueron a dar a la Fosa Común

hasta que el proceso

de putrefacción termine, en cosa de tres años

y sus huesos, mondos, nos fueron entregados

en una caja de zapatos, con una etiqueta identificatoria.

Ahora reposan en el Cementerio el Ángel

en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos

a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño eterno.

La muerte, piadosamente,

ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó,

y sus nombres han vuelto a aproximarse

en el silencio de este Camposanto

como cuando se vieron por primera vez

y se amaron.

En ocasiones

mi hermana y yo llevamos flores,

a un sepulcro y el otro,

y todavía sufrimos por su amor desgraciado,

que sin embargo dio maravillosos frutos.

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