En América del Sur, gozamos de un territorio natural y espiritual al mismo tiempo, que sobrepasa las recientes conformaciones de los países que nos identificamos como Andinos. La cordillera tropical que conocemos como Andes, se extiende desde la actual Venezuela y Colombia, atravesando Ecuador, Perú y Bolivia hasta la Tierra de Fuego en Chile y Argentina. Ubicados al frontis occidental del continente sudamericano, a orillas de la mayor extensión oceánica del mundo, su presencia define “el Ecuador climático, la posición del anticiclón del Océano Pacífico, las bajas presiones barométricas de la Amazonía, junto con el perfil de la costa y la gran masa montañosa que corre paralela…” (El reto del espacio andino / Oliver Dollfus, Pp. 16 Perú Problema Nº20 IEP, 1981).
Los Andes, influyen en nuestra vida cotidiana a través del clima, pero también en nuestro interior a través de la memoria, y el conocimiento de la cosmovisión andina. En el capítulo introductorio de El Nuevo Indio (1929), Uriel García observa los “Apus Andinos” que viven en la blanca cordillera: “Porque el indio es profundo ligamen sentimental con la naturaleza que le circunda, como el árbol que en ella hunde sus raíces para erguirse y dar frutos, los Apus son los hombres simbólicos de aquella aurora de indianismo que dieron carácter original a la cultura. Los Apus son los primeros hombres que dialogaron con el universo visto desde los pedestales andinos… Estaban allí los Andes, con sus panoramas soberbios y faltaba el hombre que recogiese en su corazón el aliento emotivo que completase o diese valor espiritual a ese panorama mudo, ciego y sordo… Los Apus engendraron al indio, es decir, al alma indiana llena de aptitudes y posibilidades creadoras, y dieron resplandor y sentido a ese mundo caótico y fetal”.
En el mes de agosto, la tierra entra en estado latente y se le ofrendan “despachos” conocidos popularmente como “pagos”. La gratitud, la reciprocidad y la comunidad son elementos consustanciales de la identidad andina. Para reafirmarlo desde el pasado, “el andinismo” en el “Ideario” de Luis E. Valcárcel, “es el amor a la tierra al sol, al río, a la montaña. Es el puro sentimiento de la naturaleza. Es la gloria del trabajo que todo lo vence. Es el derecho a la vida sosegada y sencilla. Es la obligación de hacer el bien, de partir el pan con el hermano. Es la comunidad en la riqueza y el bienestar. Es la santa fraternidad de todos los hombres, sin desigualdades, sin injusticias. El andinismo es la promesa de la moralidad colectiva y personal, la poderosa, la omnipotente reacción contra la podredumbre de todos los vicios que va perdiendo a nuestro país. (Tempestad en los Andes, Pp. 107, Edición facsímil 1927:2013)
Para afirmarlo al presente, en el mundo andino, no existe nada inerte y todo tiene vida, sentido y lugar esencial en el mundo. Nuestra relación con la cordillera y la tierra es de vital importancia científica como sentimental. El golpeado planeta que resiste a un fatal virus, este mes en el Cusco sufre también de constantes incendios forestales. Pareciera que no hemos aprendido nada de esta pandemia donde hace falta oxígeno y recursos médicos que podrían provenir de los vastos bosques y pajonales interandinos a los cuales se les prende fuego con impunidad y también con la complicidad silenciosa de quienes vivimos en las ciudades incrementando la basura sin el mínimo reciclaje. Vinicunca y Humantay, son dos escenarios “turísticos” pero donde nunca se hizo reflexión. Su belleza es la triste huella que deja la deglaciación de los Andes y entre algunos nevados agredidos irreparablemente encontramos al Salkantay y la Verónica que parecieran darse la mano por última vez. Coincidentemente, el nombre quechua de este último nevado es “Huacay Huillca” o “Lágrima Sagrada”. En agosto, como todos los días, debemos comprender que nada es más sagrado que la tierra, de ella venimos y hacia ella iremos.