El lunes 31 de mayo de 1982, el guardia civil Jaime Champi Loayza, de 28 años de edad, estaba a cargo de la vigilancia en la Agencia 46 del Banco de Crédito, en La Victoria. El diario «La Crónica» había mencionado su nombre como candidato a “Policía del mes”. Montaba guardia con su metralleta. Ignoraba que tres hombres irrumpirían para llevarse el dinero, su arma, sus balas y su vida.
El asaltante que le hundió el cañón de un revólver en las costillas se llamaba Jorge Talledo Feria. Tenía, al igual que el guardia Champi, 28 años de edad y estudiaba Sicología en la Universidad de San Marcos. El otro, que mantenía a raya a empleados y clientes, era un desconocido esa mañana de 1982. Su nombre: Víctor Polay Campos. Un tercer asaltante, plantado en la puerta, cuidaba las espaldas de los dos que habían ingresado a la agencia bancaria. Era un obrero con cierta celebridad lograda en la cruenta huelga, tres años atrás, en la fábrica Cromotex. Su nombre: Néstor Cerpa Cartolini.
El valor del policía modificó el libreto de los asaltantes. Pese a tener un revólver contra el pecho, el guardia Champi Loayza no se dejó desarmar, forcejeó con el asaltante y jaló del gatillo. Una ráfaga abatió a Talledo y en su caída arrastró al piso al policía. Víctor Polay disparó tres veces a quemarropa. Como aún Champi se aferraba a su arma, Polay lo golpeó en el cráneo con la cacha del revólver. Le quitó la metralleta y avanzó hasta la ventanilla exigiendo el dinero. Alcanzó a recoger diez millones de soles antes de salir a escape. Champi murió en el Hospital de Policía.
Ese día, con ese dinero, Víctor Polay Campos y Néstor Cerpa Cartolini, iniciaron las acciones de la banda terrorista llamada Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA).
En febrero de 1995 conocí a Víctor Polay Campos. Estaba tendido en el camastro de su celda en la Base Naval del Callao. Cuando le tocó su turno de patio, sus vigilantes, fornidos oficiales de la Marina, abrieron la celda. Al escuchar nuestro pedido para conversar, su respuesta altanera fue: “Un revolucionario no habla con la reacción”. Tenía 44 años de edad. Llevaba tres recluido con una condena a cadena perpetua.
Cinco años después, el sombrío Foro de Sao Paulo inició una campaña exigiendo su liberación. A finales del año 2001, con el surgimiento de los caviares en el gobierno de Alejandro Toledo, se anuló su cadena perpetua y le concedieron el beneficio de 35 años de prisión que se cumplen el próximo 3 de enero del 2026. Saldrá en libertad a los 75 años. Como un anuncio ya empezó a denunciar al Estado peruano y, por supuesto, a exigir dinero de los peruanos. Si alguien le alcanza una metralleta quizá su reclamo tenga otro estilo.
Ciertos acólitos de la izquierda que simpatizan con el terrorismo parapetados tras el cobarde escudo del “No al terruqueo”, insisten en argumentar que Víctor Polay soporta duras y cuestionables condiciones carcelarias. Hay quien chilla: “Inhumano encierro”.
Conocí dos tipos de celdas. La de Polay y las mazmorras que Polay y sus secuaces construyeron para los secuestrados por el MRTA. La celda del cabecilla terrorista en la Base Naval es pequeña, con paredes bien construidas, puerta maciza, techo alto, luz artificial con horario, una claraboya con luz natural, un baño, una ducha y una cama de cemento con colchón y cobija según el clima. Los alimentos en hora, el agua limpia.
Las “cárceles del pueblo” donde el MRTA sepultaba en vida a los empresarios secuestrados, eran muy distintas. Vaya uno a saber cómo las calificaría la CIDH y sus simpatías por el terrorismo, pero, en mi caso, al ingresar a una de ellas como reportero, entendí el horror de la claustrofobia.
Un hueco en el piso de una habitación, con apenas el ancho necesario para el paso de un cuerpo, se conectaba a través de una escalera de madera con un estrecho ambiente subterráneo inundado de humedad y un polvillo que despedían las paredes sin tarrajeo. La luz del foco que colgaba al centro generaba una penumbra constante en la que no había distinción de hora ni día ni noche. La destrucción del reloj biológico de un ser humano. En ese lugar al que descendí para conocer el espanto del encierro, estuvo secuestrado seis meses Héctor Delgado Parker, uno de los dueños de Panamericana Televisión.
Las «cárceles del pueblo». Un burdo eufemismo para las diez casas que alquilaron en la ciudad y en las cuales construyeron mazmorras tan pequeñas que provocaban pavor por su semejanza con una tumba: dos metros de largo por un metro ochenta de ancho y un metro ochenta de alto.
“Mi baño era un recipiente de plástico, de galón de pintura. No pude bañarme ni una sola vez. Tenía una barba hasta el pecho. Perdí ocho uñas de la mano. Se me caía el pelo de la cabeza. Vivía angustiado. Tuve una sarna que me agarró toda la parte del pecho y una parte de la espalda. Tenía los genitales llenos de hongos. Tenía herpes en una nalga en donde se me infectaba. Me daban café con un pan dos veces al día. Y un platito de comida con un vasito de jugo de fruta. Esa era toda mi comida”.
Todavía recuerdo con tristeza al empresario que me dio este testimonio pidiendo que no consigne su nombre en mi libro «Secretos del túnel». “Sabes, como es Lima. Te saludan pero a tu espalda chismean y yo sentiría que me están desnudando”. Habían transcurrido años. Mantenía el dolor por su mancillada dignidad de ser humano.
Víctor Polay Campos y los terroristas que lo secundaron jamás padecieron los tormentos que ellos infligieron a sus víctimas y, en cambio, obtuvieron millones de dólares por los secuestros. Dinero cuyo destino hasta hoy se desconoce pero se sospecha.
¿Vamos a seguir hablando de “conflicto armado interno”? ¿Comisión de la verdad? ¿Corte Interamericana de Derechos Humanos? ¿Indemnizaciones a terroristas? ¿No al terruqueo?