Descubren, tanto el uno como el otro, y parece que al mismo tiempo -o mejor, admiten, reconocen- que en realidad han evitado conocerse, que acordaron ser dos desconocidos desempeñando sus roles, inmersos en la mecánica social de la normal alienación. El contacto (la posibilidad de renovación del contacto) en su viaje a Italia les descubre que no tienen mucho ‘tacto’ el uno con el otro. Porque, cómo tocar al otro. Y ya para qué. Mejor, entonces, el uno sin el otro.
Italia, el cambio de decorado para la distinguida pareja, son los olores, la lentitud y la pereza, la exuberancia afectiva, lo animal, y un refinamiento muy potente y antiguo, un pasado glorioso y multidimensionalmente gravitante que una cultura riquísima ejercerá sobre ellos. En la bella Italia en medio del gozo del paisaje, quedan al desnudo con su incapacidad para el simple gozo de vivir.
El ‘desde fuera’ de la imagen documental que, continuamente, registra el tour existencial, su precisión neutra; el enigma sobrio de su casi absoluta y engañosa transparencia, es notable. Pero aún hay actuación, pero aún hay melodrama, pero hay cálculos de fondo tras las acrobacias y discontinuidades propias de la improvisación; ya lo sé, el viaje de este estilo usa cada tanto el mapa.
Pero la imagen final. Que expresa la necesidad de unión, de amor, ante lo precario y lo frágil. No somos más que humanos y necesitamos despertar. Tanto el uno como el otro ante la vista de los antiguos amantes cuyos restos contemplan, restituyen algo importante de su humanidad. Comprender una imagen, una sola, humilde, desnuda, es el lugar al que “Viaje a Italia” consigue hacernos llegar.