La mejor decisión que tomó Mario Vargas Llosa fue marcharse del Perú. Tenía 22 años de edad, una esposa diez años mayor, siete empleos de sobrevivencia, un padre agresivo y una vocación para convertirse en escritor. Si se hubiese quedado en el Perú no habría logrado construir la portentosa carrera de escritor e intelectual que lo ha llevado a recibir, no uno, sino todos los premios que el mundo de la cultura otorga a los talentos mayores.
En esta aldea, cuyo afán principal es cultivar la ignorancia, Vargas Llosa habría sido víctima de las miserias que padecemos. Nadie habría alentado su talento y muchos le habrían puesto las zancadillas de la envidia en un país que rechaza el éxito.
No fue fácil su vida en el París que lo acaba de ungir con su ingreso a la Academia Francesa. En esos años consiguió avanzar gracias al tesón, a la disciplina, al arduo trabajo que conduce a los logros. Consiguió un trabajo en la Radio Televisión Francesa cuyo horario iniciaba a las 11 de la noche y se extendía toda la madrugada. Eligió ese horario porque le permitía dormir durante la mañana, almorzar algo liviano y ponerse a escribir toda la tarde y noche hasta poco antes de marcharse al trabajo. Así cada día. Siempre supo que le costaba escribir. No nació con ese don, lo fue construyendo a punta de jornadas agotadoras como un galeote atado a la máquina de escribir.
Era una vocación muy honesta porque no escribía pensando en el éxito. En aquel tiempo nadie podía vivir de la escritura. Escribía porque era su destino y por la necesidad de exorcizar sus demonios: aquellos recuerdos, vivencias, malestares, traumas, heridas que habitaban en su alma y que sólo podía superar con el acto de la creación. Con esta experiencia construyó una de las teorías que explican el por qué de la ficción: el novelista como suplantador de Dios para vengarse de una realidad insatisfactoria inventando un mundo propio donde él crea y decide destinos.
Una tarde, amarró con una corbata el manuscrito de su primera novela. Le había tomado cuatro años escribirla. La guardó en un cajón del escritorio y empezó a pensar en su siguiente libro. La insistencia de algunos amigos hizo que la enviara a un concurso de prestigio. Era 1962. No hay espacio para relatar la maravillosa historia de azar y buena fortuna que terminó convirtiéndolo en ganador del premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral.
Tenía 26 años y había escrito no una novela ganadora sino una obra maestra. No fue ninguna casualidad. Entre 1962 y 1982, Vargas Llosa escribió novelas de excepción: La casa verde, Conversación en la Catedral, Los cachorros, Pantaleón y las visitadoras, la Tía julia y el escribidor y La guerra del fin del mundo. Así, a punta de talento conquistado con el trabajo y una sólida formación intelectual basada en las lecturas, ocupó el escenario internacional en un tiempo en el cual los escritores tenían un enorme espacio de atención que hoy se les da a los reguetoneros. Y así nos va.
Mario Vargas Llosa es el peruano con mayor reconocimiento mundial en toda la historia. Han pasado 64 años desde el día en que tomó la lúcida decisión de marcharse a Europa. Ahora, a sus 86, ha sido investido con el honor de ingresar a la Academia Francesa como el único escritor cuya obra no fue escrita en francés. Significa que lo honra una nación con un historial de cultura de siglos pero, en este violento país, no ha existido ninguna celebración a la altura del logro de Vargas Llosa.
Los medios de comunicación, en especial la televisión, han vuelto a exhibir el oscurantismo que los impregna y no han dado la cobertura que merece la vigencia continental de Vargas Llosa. Y en las redes sociales ha existido un festival de iletrados cuestionando al más grande escritor peruano por sus ideas políticas o por su vida personal. Muchedumbre incapaz de escribir bien los 140 caracteres de los tuits que usan como un vertedero de analfabetismo. Juzgar o cuestionar por razones políticas, o simple antipatía, a un hombre cuya gloria nace del intelecto, de los libros y del talento para escribir, es la triste demostración de que habitamos un país infestado de bárbaros.
Mario Vargas Llosa no necesita del ausente aplauso peruano y los que tenemos parte de nuestra biografía personal embebida de lo que nos suscitó La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral o La guerra del fin del mundo, le agradecemos todo lo que nos dio y enseñó y le reconocemos también su honestidad y valentía intelectual cada vez que supo asumir costos al lidiar por aquellas ideas en las que supo creer o disentir.
Que Vargas Llosa sea pasional, arbitrario o engreído es parte de su condición humana. Pero en el otro ámbito, el de gran creador y sólido intelectual, tiene su propio monumento construido con disciplina, esfuerzo y dedicación total en un camino que lo llevó de las carencias materiales a la gloria absoluta.
En lo personal las veces que pude conversar con él, lo sentí como un señor satisfecho de ser un gran burgués en el sentido más limeño del término y, por lo mismo, tiene una corte de aduladores. Pero esa percepción mía no me autoriza, como hace el vulgo de Twitter, a cuestionar su inmensidad literaria, su grandeza intelectual y mucho menos olvidar todo lo que le dio al joven lector que fui, tiempos universitarios en que era capaz de pelearme si alguien osaba criticarlo.
Miro el país que tenemos y parece ficción que haya podido surgir, aquí, un talento como Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, nacido en Arequipa un 28 de marzo de 1936. Que su figura inmensa ilumine lo poco de cultura, lo exiguo de civilización que nos va quedando.