Cultura

Vallejo: a 83 años de su muerte, por Julio Barco

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HOY se cumplen 83 años de la muerte de César Vallejo. Esta es una fecha especial primero porque se trata de un autor que irradia no solo a nivel nacional sino a nivel internacional y es ya un clásico de la literatura universal, sin embargo, para los que no conocen nuestra realidad, se asombraran de saber que nació en este país y fue aquí donde cosechó sus primeros triunfos y derrotas. Cuando, hace meses, viajé al sur, lo que más sentí fue un diálogo relacionado a todo el movimiento de Vallejo. Sucede que es una lectura que te abre la propia necesidad de escritura.

Vallejo habló en peruano e hizo de ese hablar un diálogo universal, logrando unir nuestra experiencia como tribu con las tribus de todo el globo. Ese tono quejoso, agudo, tierno, niño, intenso, trágico de sus versos es el llanto de un hombre que sentía todo el mundo y su tragedia. Y como todo gran artista, no hizo otra cosa que hablar de sí mismo, aunque genialmente cambiando y experimentado los temas.

Esto, claro, es un trabajo que tuvo mucho peso por la sensibilidad y genio del propio Vallejo. Es significativo como, en realidad, al artista verdadero no le hace falta que nadie le hable sobre su talento, ya que él mismo es un espejo y lo conoce gracias al esfuerzo con el que se aplica. Así era Vallejo, pedante porque conocía sus capacidades, altivo como una espada. Ya lo veo con sus cabello largo y encendiendo las cóleras.

Es que el talento, en el Perú, es una trampa. Atrae a todos, pero los perros pitbull ladran. Vallejo.  Él, que nació en el ande de Trujillo, la zona de Santiago de Chuco, no estuvo alejado de lo que se hacía a nivel internacional. Leí las revistas de la época y subrayaba. Sabía de las modas surrealistas, imaginistas, ultraístas. Asunto que eventualmente criticará en sus artículos periodísticos con tinte de crítica estética.

Antes de todo es un gran lector de la cultura, de la política, de la moral, de Capitalismo, de la época. Una esponja.

Los vanguardistas de su tiempo vivían más pegados a buscar lo nuevo en estéticas que se pegaban al mero ritmo supeficial de lo nuevo. Lo nuevo nacia por experimento; en Vallejo por necesidad.

El poeta genuino no necesita grupos ni aventuras estéticas rutilantes, solo envolver el arte con su ser. Esto es algo que no se comprende en épocas donde toda la exploración es síntesis de lo nuevo.

No es jugar por jugar. Vallejo lo sabía. ¿Dónde algo es arte y mero artilugio? Antes del autor que todos conocemos, está el joven que perdió un concurso de poesía en su universidad, el pelucón que embriagado de arte caminaba con sus amigos de la bohemia de Trujillo en las playas de Huanchaco y por la plaza central, embadurnados con el gozo de escribir de forma auténtica, de no perder el criterios mínimos de arte y de rigurosidad que un trabajo de ese nivel requiere, estimulando, algunos como Haya de la Torre o Antenor Orrego, la crítica y el tesón que pensar con lucidez necesita.

Este es pues el joven que también fue condenado a prisión, en un caso que todavía hoy nos deslumbra porque Vallejo, que como muchos jóvenes practicaba la rebeldía como una forma de “ser auténticamente él mismo” se vio envuelto en un caso de incendio de un establecimiento que lo condenó a pasar más de medio año preso. Sin esa autenticidad jamás habrá dado tantos pasos. Era valor. Era deseo de fuerza. Y esto afectó pues su naturaleza ya ensimismada y le dio el sustrato necesario para escribir su obra cumbre de vanguardia: Trilce (1922), recordemos que ya era autor de la obra Los heraldos negros. La segunda tiene un toque de modernismo, en  cuanto forma y esencia, y la segunda es una exploración desde el abismo, no obstante, antes de pasar a estos dos textos, hay que añadir que siendo genial Vallejo la pasó bastante mal a nivel nacional.

El escritor peruano Fernando Iwasaki en la tumba de César Vallejo en París.

Tuve detractores, enemigos y gente, como Clemente Palma, que lo sentenció a la imposibilidad de escribir poesía. Una vez en Europa decidió no volver. Su estadía en el viejo continente fue una aventura existencial que lo llevó a su muerte, que venía anunciando. Sin embargo, ya había preparado el camino. Primero escribiendo la obra Los heraldos negros, por ejemplo, que ya demuestra una sensibilidad a flor de piel, originalidad y modo de ser auténtico.

Recordemos que la primera versión de esta obra fue leída atentamente por Antenor Orrego y eventualmente, tras consejo, Vallejo la reescribió. Sin embargo, no solo y exclusivamente hay influencia rubendariana sino –especialmente– un sorbo de la música de la poesía del siglo de Oro. Esos toques literarios que dan vueltas sobre la propia subjetividad, evocan a Quevedo, por ratos a Lope de Vega. Sin olvidar que Vallejo le dedicó su tesis a estudiar la El romanticismo en la poesía castellana (1915) Este es el Vallejo que hoy recuerdo, aquel que todavía no cruzaba el océano. Aquel que aprendía a vivir, buscando una forma natural y propia de armar su arte. A los ochenta y tres años de su muerte, Vallejo, aquel juzgado por la mediocre intelectual de su tiempo es hoy la estrella que brilla en el Parnaso.

Un autor que nadie puede bajarse con críticas ramplonas o voraces absurdos. Si para Martín Adán nuestro primer clásico era José Santos Chocano, yo creo que el segundo es Valdelomar y, con justicia, el tercero cae en aquel trujillano que revolucionó el arte peruano y universal.

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