El valle cerrado trae a mi recuerdo los libros de historia que leía a los nueve o diez años. La geografía determinaba la historia. Era la base del edificio. Luego no se hablaba tan elocuentemente de ella, pero al principio al menos parecía que no había más remedio que hacerlo. Estaba antes de lo humano… y condicionaba lo humano.
El libro empezaba describiendo la naturaleza del lugar donde aparecería una cultura importante. La geografía era un factor siempre presente a lo largo del libro, aunque no siempre lo suficientemente reconocido. Pero era imposible obviarlo.
En la película de Rousseau la geografía es la historia. El paisaje es la escritura de la tierra. La película juega a ser la ilustración de un libro de geografía que recomienda la verificación in situ de lo aprendido en el libro. Pero El valle cerrado es una declaración de amor a la hermosura de ciertos lugares.
No hablo de una hermosura blanda. Por medio de repeticiones y variaciones se experimenta la presencia y el misterio de un lugar. Y trata de la geografía de un lugar concreto, sí, pero, más todavía, de la geografía de la propia película. Una película es una nueva geografía para el alma.
En realidad refuerza mi idea de las películas como un territorio casi encantado que está muy cerca de la vida pero que no funciona exactamente como la vida. Aunque la revela y la llena de significado, le devuelve su misterio, su ser pleno.
El director nos invita a explorar un artefacto desconocido, la conciencia de ser en un lugar, un territorio en el que antes no has estado, basado en una combinación del más puro azar y de reglas que vas conociendo en el camino y que pueden dar más o menos vida a la obra.
Pensé, al ver los planos de paisajes, en James Benning, y al ver los planos de personas, en Johan van der keuken. Pero Jean-Claude Rousseau es un creador por derecho propio. Uno de los cienastas franceses más secretos y fascinantes.
Tercera película del Ciclo “El cine que solo verás aquí (Vol. VI)”.