Unos años atrás pude apreciar la determinación del sol por iluminar tu cabello en la sala, era, recuerdo bien, la última vez que te vería sonriendo.
Esa vez, horas antes, yo salía de mi casa con un malestar que llevaba tiempo guardado. No podía sacar las palabras de mi boca. Tenía que decírtelas, pero siempre fui un cobarde. Será tal vez que soy mejor escribiendo las cosas que diciendo, por eso, esta vez no es más que una carta aplazada por mi temores.
Camino al hotel, me detuve para comprar unos caramelos de menta; en la calle en Noviembre la primavera es tan cálida que casi me siento ajeno a esta ciudad.
Decidí pronunciar tu nombre en voz baja para ver si así aparecías. El intento fue vano. Más de una vez lo hago con la estúpida creencia de creerte una criatura de fantasía.
Cicatrices en mi boca.
No pude evitar quedarme parado al pasar por un espejo en un edificio, rumbo al hotel. Me veía horrible con esos lentes, parecía el tipo de la tele que solo lee las noticias que le ponen en una pantallita y que de vez en cuando tiene que esforzar su mirada hacia otro lado. Totalmente asimétrico.
En fin, llegué antes de la hora acordada. La recepcionista me informó que aún no habías llegado así que me puse a matar el rato leyendo unas revistas en la sala de espera. Una dama con sus buenos años encima ingresa al hotel; yo, sentado, la observo dirigirse al lugar donde antes había preguntado a esa atenta recepcionista por tu presencia, la mujer me mira y pasa de frente. Luego regresa hacia donde estaba sentado esperando. Parece que también está esperando a alguien, me digo. De repente ella inicia la inusitada conversación, sin protocolos ni presentaciones.
Verá, joven, Dios nos envía mensajes en el viento.
No pude más que alzar mi mirada hacia la señora y quedarme callado, pensando. En realidad no podía pensar, mi atención se avocaba hacia mi cita.
La dama me mira y sonríe cual Mona Lisa en decadencia.
“… flacas, de ojeras falsas y de mirar fatal” (1), pensé. Qué patéticas resultan las otroras damas de sociedad querer comportarse como jovencitas de novela rosa.
“Yo sigo al viento”, le respondí travieso, siguiendo su juego. Ella alza levemente su rostro y detiene sus ojos en mis gestos de tipo malcriado. Hace una venia de despedida y se levanta rumbo al bar.
Personas. Entran y salen, pero ninguna de ellas es a la que espero.
Estoy nervioso, abro otro envoltorio de un caramelo de menta. Lo complicado de la vida es verse despreocupado cuando te falta algo. A veces pienso que todo esto se trata de una broma, que todos estamos actuando, que afuera somos extraños de nosotros mismos, un espacio abierto donde le damos vida a lo que queremos creer, y así vivimos satisfechos.
Una vez hablamos de irnos de viaje a Argentina, yo te dije que tenía trabajo que hacer. En realidad solo quería quedarme a pasar el verano con mis amigos. Al día siguiente cogiste tu mochila y te fuiste con tu prima. Ese verano intento desaparecerlo aunque mi cuerpo me lo niegue. Subí más de cinco kilos y hasta ahora no puedo quitármelos. Por suerte regresaste antes de lo previsto sino hubiese seguido engordando. “El diablo frecuenta soledades”, es cierto lo que dicen.
Ahora atraviesas los cristales que separan a los vivos de los muertos (me incluyo) y decides detenerte en la entrada, repasando el ambiente ante de hacer tu ingreso triunfal. Estás hermosa y me quedo corto. Estás tal como te imaginé pues tú ordenas con solo una mirada el universo y el tiempo. Conversas con un tipo; seguramente un empleado. Sonríes.
Esa imagen se queda fija en mi memoria, ahora entiendo.
A lo lejos los rayos juegan contigo en tu cabeza
Murmuran palabras a tu oído
Se agitan, se acarician las luces se confunden
Toman de sorpresa mis ojos
Dejan guiños a su paso
Solo quiero acercarme en silencio
Confundirme con el viento
No todos los días viene a visitarme
Estoy tan muerto como todos y no lo supe.
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(1) Charles Baudelaire, Las flores del mal. Madrid: editorial Mestas, pp.182.