El día del padre en el colegio tiene sus cosas. Ayer, regresando del trabajo, encontré a mi hijo echado en el sofá, mirando al techo. Apenas entré me preguntó:
-¿Sí vas a ir mañana a la actuación por el día del padre, verdad?
-¿Y eso?, le respondí.
-Es que el papá de J está en Italia porque está separado de su mamá, y entonces siempre ha ido su abuelito al día del padre, pero su abuelito se murió hace unos meses y hoy día J se puso a llorar en el salón porque dice que su silla estará vacía. ¡Pobrecita!
Ni en La Rosa de Guadalupe hay tanto drama -pensé-, pero entonces ví los desesperados ojos de mi hijo -un niño de ocho años que está empezando a descubrir el mundo- buscando una respuesta, y en ese mismo instante saltó del sofá y vino corriendo y se abrazó de mi cintura, muy fuerte, y hundiendo su carita en mi panza labrada por los dioses, volvió a preguntar: ¿Sí vas a ir, no?
-Claro que sí, campeón -le respondí mientras le rascaba la cabeza y me agachaba para abrazarlo- como todos los años, a ver de pasada si la monja sigue viva y deja de guiñarme el ojo. Creo que sabe que la vi entrando a Metro con su caja de chelas.
Escuché su risa. Ya había pasado el drama.
-Las monjas no toman, papá…
-Ya… ¿Vamos a dar una vuelta por la playa, campeón?
-Ya, vamos.
Hoy en la mañana, antes de la actuación, me senté detrás de una silla vacía y me quedé pensando en J, en su mamá que trabaja en todo lo que puede, en lo difícil que debe ser quedarse sin papá o, realmente y mucho peor aún, sin mamá, a esa edad. En fin, mucho drama para ser tan temprano, pero lo cierto es que nuestras vidas están formadas de instantes, brevísimos instantes marcados a fuego por la intensidad de nuestras emociones. Instantes que luego se vuelven recuerdo en la memoria.
Ya nos invitaron a pasar a los salones. La monja sigue viva. Y yo también.