Estamos frente a una historia de amistad y literatura. Ser escritor es una locura a inicios del siglo XX en el Perú, sociedad profundamente fenicia; sin embargo, ambos son secuestrados por el bendito fuego literario. Uno se llama César Abraham, el otro Pedro Abraham, pero es más conocido como «El conde de Lemos». Sus destinos se cruzan en Lima, donde Abraham era el líder de la nueva literatura peruana.
Nos referimos, por supuesto, al autor de Trilce y al autor del egregio cuento El caballero Carmelo.
César escribe una carta a su amigo Óscar Imaña de Trujillo: «…voy pasando los días con uno, con otro, y ¡a ninguno me doy todavía! Con el Conde creo entenderme más. Y con él estoy a menudo y me siento mejor con él…»
Tuvieron diferencias, pero la complicidad de ser artistas geniales los libró de la mezquindad y el desasosiego. Se sabe que Valdelomar, desde joven, logró unir todos los elementos para hacer de su arte un trabajo plural: caricaturista, periodista, poeta, cuentista, novelista, dramaturgo, etc. Vallejo, claro, siguió similar itinerario.
Quehacer genial que impuso estética. Sin embargo, si vemos la cuestión puntualmente política encontraremos diferencias. Mientras Valdelomar logró ser un líder de la política peruana, junto al presidente Billinghurst; Vallejo nunca tuvo ese don de caudillo. Valdelomar era líder en voz y acto, podía hablar frente a mucha gente y encandilarlos con su don natural de artista. Esta faceta de orador y comprometido social le cobró factura: su muerte se debió a una reunión como joven diputado en Ayacucho.
Se sabe que, al morir, tras caer contra unas rocas, Vallejo escribió:
«Abraham Valdelomar ha muerto; el cuentista más autóctono de América; el nombre más sonoro de la última década de la literatura peruana.»
El autor de Los heraldos negros no tuvo, hasta llegar a Europa, una posición política firme. Sabemos que allá se acercó al marxismo y visitó la Unión Soviética. Si leemos sus artículos, veremos que es a partir de la tercera década del siglo XX cuando se orienta a temas más ideológicos.
Uno fue más orador, el otro fue más solitario. Uno tuvo don de hablar frente a miles; otro, simplemente en su intimidad, les habló a millones.
Vallejo vivió hasta los 47 años; Valdelomar, hasta los 31.