Tras los sucesos en París y movidos por la indignación, compartimos imágenes de niños y muertos y bombardeos en la ciudad de Siria; comentarios escandalizados, oponiéndonos a la barbarie que reina en oriente. Pedimos paz, pero nuestra indignación resulta tan contradictoria como la que mostramos ante los atentados en la ciudad luz. Resulta así, porque lo que mostramos de cara a nuestras redes sociales es un manifestó hipócrita, ya que seguimos alimentando un sistema que nos convierte en devotos de la virulencia y la agresividad, y por lo tanto en esclavos de la incoherencia.
Podríamos usar el Facebook para educar, para enseñar la verdadera raíz del conflicto (que no es ISIS, ni Siria, ni Israel, ni Palestina, ni Francia), podemos llegar al fondo de esto y plasmarlo con honestidad en nuestros muros: aceptar que las divisiones empiezan en nuestros primeros pasos; en el rechazo y la marginación que dejamos sembrar en nuestras conciencias, y que le heredamos a quienes traemos a este mundo, ya sea a través de un crucifijo o una media luna; ya sea por dinero, por el color de nuestra piel, nuestro lugar de origen, o por la persona que elegimos amar.
Somos un puñado de criaturas compartiendo un mismo espacio, finito bajo todo entendimiento, sea espiritual o científico; y sin embargo seguimos marcando diferencias entre nosotros, viviendo a merced de la doctrina de seres imaginarios que reinan a una distancia infinita de nuestra realidad. Hemos empeñado durante siglos el destino de nuestra humanidad. Se la hemos alquilado a dioses implacables e intolerantes cuyas palabras, traducidas por un puñado de fanáticos -convencidos o convenidos, pero hábiles en la palabra- nos han convertido en agentes de la discriminación y la maldad.
No hay forma de procesar el terror si no somos capaces de estudiar el origen del terror en nosotros mismos. No hay forma de poder comprender el miedo si no aceptamos el miedo en nosotros mismos.
Si somos capaces de oponernos a la libertad de las minorías, entonces somos devotos del terror.
Si somos capaces de oponernos con virulencia al amor en cualquiera de sus formas, somos devotos del terror.
Si somos defensores de gobernantes que recurrieron al asesinato, al robo y a prácticas malignas, entonces somos defensores del terror.
Si nuestra indolencia tiene como límite el sonido de un clic para poner una foto con la bandera de un país herido y no somos capaces de hacer más nada al respecto, no es indolencia, sino fariseísmo, y nos convierte en cómplices del terror.
Y mientras sigamos forjando generaciones temerosas de nuestra verdadera humanidad; mientras sigamos forjando criaturas nacidas para ganar, para derrotar, para amar el dinero y la posesión, para crear círculos y burbujas, y para creer en seres divinos que insistan en cernir nuestras imaginadas “impurezas”, entonces seguiremos siendo partícipes de esta violencia sin fin que galopa a ciegas, azotando sin piedad todo lo que encuentra a su paso. Seremos nuestro propio demonio, nuestro principal adversario en la lucha por esa paz que tanto anhelamos a nuestro alrededor. Porque no hay paz que sea posible cuando en el corazón de uno reina un pequeño infierno.