Por: Raúl Villavicencio H.
Próximo a cumplir 89 años, el Nobel de Literatura 2010, Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, hijo ilustre del Misti, desde hace unos meses dedica su tiempo a recorrer aquellos lugares que le sirvieran de inspiración para sus obras. Pasando por el emblemático Leoncio Prado, escenario que le sirviera para que hasta ahora nos preguntemos quién mató al Esclavo; o sentarnos en la mesa del bar La Catedral para reflexionar sobre lo jodido que se encuentra el Perú; o tal vez acompañar al predicador Antonio Conselheiro en su recorrido por la selva brasileña; o cómo no erizarnos la piel, a salto de mata, con la historia del cabo Lituma y la aparición del grupo maoísta Sendero Luminoso.
Historias más allá de las fronteras, en pleno corazón del Cercado de Lima, en la selva virgen, o quizás ambientas en el norte del país, puede que el octogenario escritor arequipeño, marqués desde el 2011, haya dicho que todo lo que quiso escribir lo hizo de manera suficiente, y ahora solo quiera repasar aquellos sitios que ahora lucen muy distintos de lo que vio en su juventud.
Retirado ya del menguado oficio de contar historias, Vargas Llosa se apareció esta vez por el barrio de Felipe Pinglo y compañía, esos Barrios Altos de antaño donde la jarana empezaba el viernes y acababa un lunes, donde los galantes iban a cortejar, vistiendo sus mejores trajes y perfumes, a las damas de aquella época, ofreciendo coplas y miradas cómplices bajo el refugio de la noche estrellada.
Retrayéndose a aquella época cuando trabajaba en la Crónica, el novelista recorrió una vez más el barrio de Cinco Esquina solo para ver lo diferente que se encuentra. Solo él y sus contemporáneos recordarán aquel lugar donde era imposible no contagiarse del ritmo de la guitarra y el cajón peruano que se escuchaba en cada rincón de la entonces apacible zona.
Ya nos tocará a nosotros recordar con tristeza y melancolía cómo los lugares que solíamos frecuentar de niños o adolescentes ya no están más, siendo reemplazados por conjuntos multifamiliares o enormes edificios que se comen los cielos de la ciudad, imposibilitando la vista de una diáfana noche donde la luna se asome para recordarnos que todo en esta vida es pasajero, excepto las estrellas.