Por Abraham Vera
Concluida la legislatura en el Congreso de la República, toca evaluar lo hecho durante la presidencia de Alejandro Soto, en un contexto de enfrentamientos marcados por la vesania, que han puesto en cuestionamiento a más de uno de los organismos constitucionales que dan sentido al quehacer político nacional.
No obstante, conviene considerar las cosas siempre con un criterio histórico. En tal sentido, bien podemos afirmar que, en estos dos siglos de vida parlamentaria, son dos las categorías en las que se pueden ubicar las formas de hacer política desde el Congreso de la República.
Por un lado, están los congresistas de verbo florido, como José Faustino Sánchez Carrión, más conocido como «El Solitario de Sayán», verdaderos «piquitos de oro», caracterizados por su verborragia y su carácter histriónico, y por otro se hallan los congresistas de perfil bajo, más bien parcos, que prefieren abocarse —desde un estratégico y reconcentrado silencio— a la acción, a la consecución de acuerdos y al logro de objetivos, pues esa es, finalmente, la razón de ser de la política: hacer que las cosas sucedan. Un ejemplo de este segundo tipo de congresistas lo hallamos en la figura de Francisco Javier de Luna Pizarro, primer presidente del Congreso del Perú y figura señera que, durante los primeros lustros de nuestra vida como nación independiente, se encargó, silenciosamente tras bambalinas —tejiendo hilos y configurando una sólida urdimbre— de atenuar los conflictos de la naciente república, contribuyendo a la gobernabilidad del país en medio de una crisis política que parecía endémica y que puso en jaque al Perú por casi medio siglo.
Es en ese segundo grupo donde también podemos ubicar el modo de hacer política de Alejandro Soto, cuya labor al frente del parlamento propicia estas líneas.
En efecto, según los datos estadísticos que no mienten, en estas dos legislaturas lideradas por Soto Reyes, se debatieron 384 propuestas legislativas, aprobándose 174 leyes, 22 resoluciones legislativas, 20 resoluciones legislativas del Congreso, quedando 30 promulgaciones pendientes en manos del Ejecutivo y 40 pendientes de autógrafa en la Comisión Permanente, entre otros números menudos que dan cuenta de la labor parlamentaria en un contexto difícil, signado por los arteros enfrentamientos entre diferentes actores y serios cuestionamientos de instituciones como el Ministerio Público, el Jurado Nacional de Elecciones y la Junta Nacional de Justicia, por mencionar solo algunos de los escenarios de refriega y batalla política que movieron el cotarro de nuestro nunca aburrido quehacer político en los últimos doce meses.
Especial mención merecen las leyes de retiro de aportes a las AFP, así como la liberación del 100 por ciento de la CTS, o la creación de la Universidad Aymara, como un logro histórico que reivindica a esa importante etnia que configura en gran medida nuestra milenaria identidad nacional, o la ley que prioriza el nombramiento progresivo del personal CAS del sector Salud, por mencionar solo algunos hitos relevantes.
Debe resaltarse, además, el valiente comunicado emitido desde la Presidencia del Congreso en contra de la intromisión sesgada y facciosa de la CIDH. Es la primera vez que el Poder Legislativo se pone de pie y levanta la voz, haciendo respetar su fuero parlamentario, lo cual constituye un hecho sin precedentes en la vida política nacional.
Sin embargo, no deja de ser importante la labor de mediación y diálogo que le correspondió realizar al presidente del Congreso en este lapso, alcanzando silenciosos pero importantes logros en favor de los derechos laborales y sociales que eran reclamados por agremiaciones, sindicatos e importantes sectores de la ciudadanía, así como un importante ordenamiento administrativo al interior del Congreso, que ha permitido a Soto, concluir su gestión de este poder del Estado sin denuncias o escándalos financieros, habiéndose esclarecido satisfactoriamente todas las observaciones formuladas por el Órgano de Control Institucional del Congreso, lo cual, por si solo, constituye todo un logro en un contexto en el que son poquísimas las instituciones públicas que se salvan del dedo acusador de la Contraloría General de la República.