Escribo esto con mucha tristeza. No me amilana la muerte. Es más, es casi una compañera inevitable, un viejo naipe de la baraja española. Pero siempre nos sorprende y más cuando se lleva a alguien cercano o a un amigo. Y a este dolor a veces tenemos que sumarle el hecho que a veces no hay cuerpo que enterrar o, en el mejor de los casos, hacerlo a cajón cerrado.
La primera vez que estuve en un velorio
a cajón cerrado fue en mi otrora colegio “República de Argentina” cuando murió
quemado mi compañero de carpeta Emeterio Vilca, un niño pobre provinciano que
ayudaba a su mamá ambulante y un día prendiendo un primus le explotó en las
manos y agonizó por varios días. Su ataúd cerrado fue llevado al colegio para
darle su última despedida. En ese tiempo, yo era un niño y no entendía mucho de
un entierro, solo sabía que a Emeterio Vilca nunca más lo volvería a ver. Aún
le debo un cuento o quizás una novela.
La segunda vez fue en 1992 cuando un sobre bomba acabó con la vida de nuestra compañera Melissa Alfaro Méndez, todavía recuerdo la despedida en el diario Cambio y las palabras y los escritos que muchos dejamos sobre su féretro. Yo, incluso, le escribí un poema que dejé pegado en el periódico mural “El Vendaval” que colgaba en un pasadizo de la escuela en san Felipe y que, luego, nuestra Asociación de Poetas Aedosmil lo incluyó en el nro. 2 de su publicación en noviembre de 1992.
La tercera vez fue con nuestro
amigo Josemári Recalde. Exequias en las que no participé porque la tristeza
terminó por derrumbarme. Solo atiné a escribir como loco un largo ensayo que
titulé Ensayo de Sol y que se lo dediqué a JR por todas las cosas que tuvimos
que pasar y los proyectos truncos y porque yo estuve con él uno o dos días
antes de que el fuego devorara su cuerpo y parte de sus poemas escritos a puño
limpio.
Ayer 29 de septiembre me tocó otra vez despedir a un hermano con el cajón cerrado. Nuestro amigo Percy Hinostroza se ahogó en el río Monzón y su cuerpo fue hallado un día después. Y para más dolor, el cajón vino envuelto en varias bandas plásticas impenetrables sobre la que varios cófrades derramaron sus lágrimas. Solo atiné a pedir un plumón y empezar a escribir sobre el féretro de nuestro amigo. Luego le pedí a los poetas presentes que hicieran lo mismo y que cubrieran de poemas ese ataúd.
Y es que velar a un ser querido,
en un ataúd cerrado, es un dolor inconmesurable, es la nada, el vacío, una
pared final en la que ni siquiera puedes tener la certeza que está ahí la
persona que dicen que es. Solo queda cerrar los ojos, imaginar y mantener viva
la esperanza de volverse a ver y porque solo estamos aquí de paso. Y es algo
que, casi siempre, se nos olvida.
—–
Adiós, querido amigo, Percy
Hinostroza. Que la tierra te sea leve. Aquí nos quedamos para seguir haciendo
las cosas que nos planteamos desde la adolescencia porque, como tú lo dijiste, “todo
fluye” y hay que seguir. La poesía no puede parar. Salúdame, por favor, a todos
mis amigos, hermanos, familiares y demás seres queridos, que tutelan estas
letras que ahora salen de mis manos. Y porque la eternidad es también un verso
y una lágrima es una despedida.