Cultura

Un almuerzo con sabor a bolero

Una crónica de Edwin Sarmiento

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Por Edwin Sarmiento

–El maestro Tamariz dice que el almuerzo será este jueves y no miércoles—

El aviso de Justo Linares en la Tertulia del Chivo Castillo es un “no te olvides” cada vez que lo hace en nombre de Domingo Tamariz, el mayor de los contertulios, con sus 96 años a cuestas y macizo como tronco de algarrobo. Hay que ir, entonces. Será un encuentro ameno, divertido, de muchos recuerdos, como de costumbre. La historia viva de la segunda mitad del siglo XX hasta la actual del siglo XXI en una mesa para seis periodistas. Esta vez no estuvieron César de los Heros, Jorge Sandoval, Luis Padilla, Hugo Chauca. Se les extraña. Y allí están Domingo Tamariz, Justo Linares, Francisco Ugarteche, Bernardino Rodríguez, Henry Aragón y Edwin Sarmiento, enfundados en casacas y abrigos que fueron arrancados de sus armarios de caoba con aroma a tiempo. Y el maestro Tamariz protegido, además, por una gorrita de tela que ya hubiera querido tener Luchino Visconti, legendario director de ópera y de cine italiano, de cuya hazaña cinematográfica me habló camino a casa, como vamos a ver, porque al maestro Tamariz, nada se le escapa, nada de lo ocurrido en el largo período de su vida le ha sido ajeno, nada de nada.

Él prefiere el pescado sudado, a la humeante parihuela de pescado y harto marisco que sí fueron devorados por Justo y Henry, en contraste con el tradicional lomo saltado de Francisco, a quien llamamos Panchito de cariño y mi modesto pescado a la parrilla sin yuca ni ensalada por recomendación de quienes saben cómo combatir una gastritis incipiente. Luego pasaríamos al tradicional point Berisso, donde los muchachos de la Tertulia del Chivo mataríamos esa soledad que nos persigue, hablando de la vida en todos sus tiempos; es decir, pasado, presente y futuro, por tres horas más, entre capuchinos calientes, acompañados de unos dulces llamados tiramisú, pero con receta italiana, que yo recién descubrí, valgan verdades. “Estos son los placeres a los que no debemos de renunciar”, exclamó Justo, en estilo hedonista de viejos filósofos griegos, cuando solían regodearse, semi sentados, con las manos sobre el vientre durante horas y sin levantarlas.

–¿Te vas a tu casa? ¿Me llevas?– me dijo, al despedirnos, el maestro Tamariz.

Y partimos, como de costumbre, primero a su casa y después a la mía. Sabía que el trayecto sería rico en recuerdos, viajes de una ciudad a otra, de un país a otro, de una época a otra, según le vengan los recuerdos a Domingo y le dé la gana, por supuesto, de conversar. Con él no hay pierde. Es divertido viajar y es ameno. Uno no deja de escuchar ni él deja de hablar. Su memoria es prodigiosa. ¿Cómo puede ser que este venerable anciano, que no parece anciano, siga tan animado en contarme que el tomo IV de su obra “Memorias de una pasión” ya haya entrado a imprenta?, me pregunto en silencio. Y me cuenta que el tomo V de esta publicación ya se encuentra en la fase de diagramación y que él mismo lo está diagramando. Qué tal fortaleza, Si los tres primeros tomos tienen, en conjunto, más de mil 300 páginas, con los dos nuevos tomos llegará a dos mil páginas, que son historia del periodismo peruano, amenamente presentada y contada, sigo asombrado. Me dice, además, que este año debe publicar el segundo tomo de su obra sobre personajes de la historia, que se sumarán a la media docena de otras publicaciones ya agotadas.

Mi copiloto mira los semáforos y suspira. Lima ha crecido mucho, musita. Y recuerda que cuando él se inició en el periodismo y salía a buscar la noticia, Lima bordeaba el millón y medio de habitantes, gobernaba el Perú el general Manuel A. Odría y los distritos más antiguos de la capital eran Surco, Miraflores, Magdalena, que la gente se movilizaba en tranvía, y que la revolución de Arequipa en 1955 ayudó a recuperar la democracia en el Perú. Y Lima empezaría a ser invadida por artistas de renombre, bailarinas que eran verdaderas vedettes de espectáculos para sacarse el sombrero, o mejor, la sarita de la época. “Yo tengo mil discos de larga duración de puro boleros”, me dijo. “Cuando me visites te los haré escuchar”, precisó. Y lo le dije claro que sí, maestro, te agradezco, Domingo, que yo también crecí, en Puquio, con los boleros de Los Panchos. Ah, tienes que escuchar a Lucho Gatica, a la Sonora Matancera, a Benny Moré, a Celia Cruz, le escuché susurrar, por segunda vez. Cuando vino al Perú, Pérez Prado –recuerda el maestro Tamariz—tenía chivita y usaba tacones de 12 centímetros. Él trajo el dengue (el baile, no la enfermedad). Me permitió ingresar a uno de sus ensayos. Levanta la batuta, y ¡tacatá, tacatá, tacatacátacatacá! Repiquetea el bongó y al unísono suenan los clarines, mientras que Daisy Guzmán, una guapa mulata de bien torneadas piernas, aparece como un vendabal en las pistas, dice Domingo. Fue suficiente para convencerme de que el dengue iba a poner de vuelta y media a la ciudad, acota. Y así brotan a borbotones sus recuerdos de los lejanos años 50. Ya hemos recorrido una hora del Berisso a su casa, en San Miguel. Y cuando le iba a entrar a la historia de Luchino Visconti, dijo que ya habíamos llegado y que esa historia la dejaremos para la próxima oportunidad. Así será, maestro Tamariz, mi buen amigo.

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