(Sobre la nueva modalidad de almorzar dentro de la combi)
Para todo limeño, transportarse en micro o combi es una aventura, una osadía a la que hay que someterse todos los días per secula seculorum. No obstante, a pesar de los viajes sobre verdaderos cráteres lunares y pistas “matacarros”, lo más importante −como si uno fuera Jonás y hubiera sido tragado por una ballena− sucede adentro, en la panza de la aeronave, un lugar donde siempre hay sitio al fondo y donde confluyen todas las razas arguedianas, todos los estratos psicosociales, culturas, subculturas, anticulturas, LGBT y lumpen proletariat, que, como el gato, el perro y el pericote de san Martín de Porres, están juntos por un tiempo, obligados por las circunstancias, el cruel destino o la mano divina. Pare, cruce, combi.
Lo primero, aparte de estar pensando en cuidar la billetera o la cartera, uno tiene que estar al tanto de lo que pueda suceder intempestivamente. A la gran gama de vendedores que suben con sus productos (“golosinarios”), con el florilegio de “Recién he salido de la cárcel”, “Me acaban de asaltar”, “Me atropellaron y me dejaron tirado”, “Mi hijo está en el hospital y tengo que comprar todo lo que dice esta receta”, etc., etc., se suman las diferentes actividades que los pasajeros tienen a bien cumplir a vista y paciencia de todos. Entonces, satisfaciendo las ansias de cualquier voyeur, nos encontramos con mujeres que se depilan las cejas con el espejito entre las piernas o que se pintan los labios tanteando las frenadas del armatoste. Los hay también quienes leen el periódico o el libro (la Biblia sigue siendo la constante a pesar de los tiempos infernales) haciendo anotaciones, trazos o subrayados cuneiformes; o los colegiales o universitarios que hacen la tarea a último momento enviando mensajitos por el celular, corroborando la información, tratando de que el trabajo concluido dé la sensación de una severa amanecida, ataraxia o borrachera intelectual.
Hay otros que usan la combi como oficina y hacen llamadas atribuladas con voz ampulosa tratando de simular que están en un gran recinto amoblado, con ventanas catedrales, aire acondicionado, con café exprés, capuchino y/o secretarias fantasmas y personal de servicio; por ello, reniegan cuando alguien tose o está sosteniendo una conversación con otro pasajero; y se infartan si en ese preciso momento les cobran el pasaje (“Pasae, pasae”). No obstante, eso ya está siendo rutina y ahora lo que se ve, cada día más seguido, es gente que sube con sus táperes y se pone a fagocitar sus alimentos en combis o buses atestados de pasajeros y con el añadido de las ventanas cerradas y el humo del motor filtrándose por todas las rajaduras y agujeros posibles y convirtiendo al recinto en un neoAuschwitz, mientras en la radio de la cochambrosa batinave suena una estridente tecnocumbia, un hip hoper se desgañita en el parlante o Abanto Morales cruza el dial y el semáforo en rojo: “No me compadezcas, compadre”.
En esta curiosa modalidad de “bitute” o “cocina novoandina al paso” que sucede en el transporte urbano, los hay quienes todavía preservan su etiqueta a lo El dedo meñique o Manual de Carreño y, entonces, sacan un pañuelo o pañoleta y lo ponen entre los libros, cuadernos, maleta o lo que haya; sacan un sachet de ají, kétchup o mayonesa, desenrollan la cuchara de plástico de su funda de servilleta y empieza la hora de la comilona. Nunca faltan los clasemedieros (o los que creen serlo) que empiezan a mandar miradas indiscretas, sudan copiosamente, salivan a lo Pávlov, se indignan ante el gastroespectáculo de frejoles con arroz o arroz chaufa y abren las ventanas de par en par. Una vieja apitucada con bolsas de Wong o Vivanda ensaya una arcada; una señorita escort prefiere mirar a un costado sabiendo que el olor de la comida le avinagra el perfume barato; y un señor delicado, totalmente impoluto, se lleva la mano en pinza a la nariz, mientras el cobrador sigue arreando al ganado, arrojando carne al molino, inflando la panza meteórica de la ballena.
También están las familias proletas que no tienen tiempo para nada y tienen que transportarse de un trabajo a otro o ganarle horas al día mientras el valioso tiempo se les va entre la casa y el lugar de trabajo-empleo-esclavitud (de Comas, kilómetro 22, al Centro de Lima hay casi dos horas de distancia; lo mismo que hay de Puente Piedra a la avenida Alfonso Ugarte). Entonces ocurre lo inevitable: siempre buscan los sitios del fondo para esquivar cualquier incomodidad −más para ellos, se entiende−, pero cuando no hay, se acomodan en los diferentes lugares que encuentren en el pasadizo o parados ahí mismo. Total, para satisfacer el hambre no hay posición ergonómica que valga y la vergüenza o delicatessen termina siendo una expresión protoburguesa ajena a la realidad. De este modo, Mamá Grande o Pelagia, la madre, de Gorki, la cabeza del hogar, quien a pesar de todo intenta que la familia siga siendo familia, reparte los táperes, las cucharas, la zarza de cebolla, y el bus se convierte en un restaurante sobre ruedas, en un momento de sosiego y reposición de energías para lo que queda del día. La clase trabajadora tiene derecho a sentarse a comer y departir en familia y disfrutar de tiempo de calidad, no importa que esto suceda dentro de una combi… Hasta que una frenada aparatosa metamorfosea la aparente calma y armonía en la Destrucción de Guernica de Picasso o en El triunfo de la muerte de Brueghel. La comida vuela por los aires en cámara lenta y el arroz o los tallarines van a parar a la cabeza de un calvo o en el push up de la señorita escort, y se arma el pandemónium, los gritos de valkiria, la semilla de las grandes revueltas, rebeliones y revoluciones que han sucedido en el mundo y que empezaron en algún lugar de la barriga cuyo nombre no quiero acordarme. Por eso Buda tenía razón al mirarse el ombligo, obnubilado y estragado, diciendo “Om” en posición de mudra con los dedos retorcidos. Y, por ello mismo, el fascista Manuel Azaña ordenó disparar directamente a la barriga a los anarquistas en plena revolución española.
El bus ballenero sigue avanzando, como una bestia descarrilada, engullendo todo lo que encuentra a su paso: empleados, obreros, charlatanes, mendigos, visitadores médicos, rateros, pirañitas, canillitas, rascadores de latas, saltimbanquis, recurseros,maquineros, etc., etc. Finalmente, como no lo pudo advertir Sloterdijk en sus tres Esferas ni como no lo pudieron prever los grandes chefs del boom gastroenterólogo: una digestión ocurre dentro de otra digestión.