Opinión

Tras las huellas de Delia

Lee la columna de Luis Fernando Cueto

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Origen y destino. Entre esos dos abismos discurre Delia, la última novela de Mauricio Málaga. El relato va y viene en el tiempo, pasado y futuro se entrecruzan en una notable esfuerzo del autor por alcanzar la llamada licuefacción temporal. En esa alteración premeditada del orden cronológico, se va a interponer el presente, que funciona como ancla, ordenador y reconductor de la historia. De ello se advierte que la narración está organizada en tres niveles. El primero, que comprende el regreso de Julián Balta al pasado para averiguar quiénes son, en realidad, sus padres; el segundo, en el que el protagonista cuenta su encuentro y amistad con Homero Machado, su maestro en la vida y en el arte de narrar; y el tercero, proyectado al futuro, en el cual Balta intenta encontrar a Delia, su primer amor.

   Hemos hablado de historia (lo que se cuenta), relato (la relación u organización más o menos lógica de lo que se cuenta) y narración (el desarrollo de lo que se cuenta), los tres elementos más importantes de la composición novelística; elementos que Málaga ha manejado de manera sobresaliente, con una cuidadosa administración de la tensión y la intensidad para captar la atención del lector y, a la vez, procurarle goce estético. La historia es sencilla: después de varios años en el extranjero, Julián Balta regresa al Perú decidido a convertirse en escritor, encontrar a Delia y resolver el misterio de su origen. Pero en una novela, más que lo que se cuenta, interesa el cómo se cuenta. Y el cómo se cuenta tiene que ver con la narración y el relato. Y el manejo que el autor hace de estos dos elementos, hacen de la historia, de Delia, una muy buena novela.

   Julián Balta ha traído una novela, la cual presenta a diversas editoriales de Lima y va a merecer un unánime rechazo. Pero en una de esas conoce a Homero Machado (alter ego de Oswaldo Reynoso), quien en adelante será su guía, su Virgilio en el infierno del mundillo editorial y literario limeño. En bares como El Sapo de Oro y El Queirolo, le va a contar a su pupilo anécdotas sobre escritores y libros, pero también le transmite máximas para que se convierta en un escritor de verdad. La más importante de todas ellas va a ser: leer, escribir y, sobre todo, vivir. Porque, si no vives, de qué vas a escribir. Y cuando Julián le confiesa que le falta teoría, pues no ha estudiado Literatura, el maestro le aconseja que lea poesía. Y esto porque, según él, la Literatura es un arte y, como tal, procura la consecución de la belleza.

   El maestro, no obstante, se muestra reacio al acopio de datos y la excesiva planificación de una novela. El prefiere, como dice, la creación, entendiéndola como el ejercicio libérrimo del arte de escribir, sin ataduras. Que fluya como el agua de un río o como el perfume de las flores. Esta también era una de las máximas de Reynoso. Por eso sus obras, como Los inocentes o En octubre no hay milagros, carecen de trama, y él prefería llamarlas, más que cuentos o novelas, simplemente relatos. Y por eso mismo, en sus historias se preocupaba más de la intensidad que de la tensión. Pero Mauricio Málaga se preocupa, y mucho, de ambas.

   La tensión tiene que ver con los hechos; por tanto, con la trama y el desenlace. El escritor debe saber manejarla para crear una buena trama y para soltar el dato escondido en el momento oportuno, en el desenlace. Málaga así lo entiende, y por ello entrega de a pocos los hechos, meticulosamente; de ese modo mantiene interesado al lector por saber qué viene en la siguiente página, cómo se van a resolver los conflictos. La intensidad tiene que ver con el arte de narrar. No necesariamente con las técnicas, sino con los vuelos, las imágenes, las voces que el escritor emplea en su escritura. Y no siempre es la misma; un escritor dúctil sabe desplegar la intensidad de acuerdo a la naturaleza de la historia. En Delia, por ejemplo, cuando el autor reconstruye el pasado, se vale de voces (de Dominga, de Elsa, de Clotilde) y de imágenes que transportan al lector a una dimensión extraterrena, onírica. Son notables, en este sentido, los pasajes sobre las curaciones de la Santa, en los desiertos y caseríos de Piura.

   Finalmente, Málaga suelta el dato escondido en el penúltimo capítulo; Julián Balta llega a saber la verdad sobre su origen. Se entera que no es hijo de Elsa sino de Alejandra, la madre de Delia. Su búsqueda ha terminado. Delia, el motor de sus acciones, su apuesta al futuro, es su hermana, un amor imposible. Origen y destino, pasado y futuro se han fundido en una verdad terrible. Y la angustia y desolación que ahora embargan al protagonista son mayores que las que sentía antes, cuando se mantenía en la ignorancia. Por si esto fuera poco, Homero Machado muere en el último capítulo. Este nuevo golpe, sin embargo, lejos de abatir a Balta, lo hace recapacitar y reencauzar su vida. Se acuerda de las enseñanzas de su maestro. Ya ha vivido, ya tiene el material para escribir. Y también se ha hecho escritor, ya conoce los secretos de la narración, está en capacidad de escribir una novela.

   La historia, en ese sentido, resulta ser un aprendizaje para la vida y la escritura, un Bildungsroman. Siendo así, se despeja el panorama para advertir, en los tramos finales, que el texto que Julián Balta llevaba a las editoriales para publicar, no es otro que aquel que nosotros estábamos leyendo. Hemos estado dentro de la novela; de alguna manera, hemos ayudado a construirla. De eso se trata el arte de narrar: sumergir al lector en una estratagema, llevarlo de un sitio a otro, de un tiempo a otro, a través de páginas y páginas, sin que él se dé cuenta de que está atrapado en ella. Y eso ha conseguido Mauricio Málaga con Delia. Una novela bien construida, ambiciosa, con pretensiones de descollar en la medianía de la producción literaria peruana; sin duda, la mejor obra que el autor ha publicado hasta el momento.

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