Por Umberto Jara
Fue siempre un hombrecillo ambicioso en el peor sentido de la palabra, un aspirante a tener poder y riqueza sin importarle los medios para conseguirlo. Cuando empezó a asomar en los ambientes políticos, a finales de los años ochenta, solía fraguar su hoja de vida con datos falsos y no tenía empacho alguno en presentarse como “Asesor de presidentes” tras haber cometido la argucia de enviar un informe nunca solicitado a Fernando Belaunde o a Alan García.
Había descubierto que se podía acceder a los cargos y al dinero a cambio de tener cierta fama y sabía también que la mala fama es útil en la política, ese mundo en el que rige la famosa regla: “Que hablen bien o hablen mal, pero que hablen”. Esto lo entendió muy bien y como buen bribón sabía que, en Perú, el falso prestigio se podía inventar y, lo más impresionante, siempre habría gente dispuesta a creerlo. Así logró el embuste de presentarse ante el país como un “Defensor de la democracia”.
De a pocos fue acercándose a ciertos círculos ofreciendo algo singular: que lo utilicen para cualquier actividad, sin importar si se trataba de algo lícito o una fechoría. De entre las tantas muestras de su biografía embustera, basta citar dos: en 1993 participó, junto al timador Carlos Manrique Carreño, en la estafa de 300 millones de dólares de la financiera CLAE que desvalijó a miles de confiados ciudadanos; en 1995 aceptó el artificio de disfrazarse como candidato presidencial opositor de Javier Pérez de Cuellar; lo hizo por encargo del jefe del Servicio de Inteligencia, Vladimiro Montesinos, al que después denostaría con fervor.
Para engañar con alevosía utilizó el recurso racial del esforzado “Cholo de Cabana” que había logrado estudiar en una universidad norteamericana —“Soy un error de la estadística»— y, además, conseguido una mujer europea. Cholo con gringa otorga cierta prestancia en el triste imaginario popular. Es cierto que Alejandro Toledo provenía de la pobreza, pero su verdadera pobreza era la total ausencia de escrúpulos y valores. A la vez, tenía un capital personal, muy suyo: su absoluta disposición a embarcarse en cualquier actividad, lícita o ilícita, para lograr lo que siempre ambicionó: poder y dinero. Lo ayudó, con suma eficacia, la deplorable costumbre instalada en el Perú: el poder y el dinero son parte de una lotería cuyo boleto ganador se puede obtener desde la política.
Los personajes que lo encumbraron para que llegue a Palacio de Gobierno eran gente de similar calaña, ajenos a conceptos de bienestar del país y dominados, más bien, por la angurria de lograr ventajas de todo tipo. Ellos fueron los que inventaron a Toledo como supuesto demócrata capaz de gobernar un país. Políticos sin escrúpulos, empresarios mercantilistas, algunos dueños de medios de comunicación y los inefables odiadores que, en lugar de ideas o discrepancias, vieron la oportunidad de aliviar sus complejos disparando sus rencores. Con el tiempo los motejaron como “caviares”.
Los que acompañaron a Toledo —amplia y variopinta corte palaciega— compartían un afán: necesitaban acceder al botín estatal. Habían padecido el largo desierto de no acceder a los negociados, a las consultorías, a los cargos bien remunerados y a las prebendas, y vieron la ocasión de convertir al farsante Alejandro Toledo en un “valioso demócrata”.
El verdadero Toledo —su corte electoral y su corte palaciega lo supieron siempre— era otro, muy distinto. No era un político de estirpe democrática, como lo inventaron. Era, además de su esencia corrupta, un alcohólico, un putañero y un aficionado a la parranda. Ahora, años más tarde, en este abril de 2023, aquellos que en su gobierno desataron una cacería de brujas contra los que pensaban distinto; los que insultaron con saña a los que no aceptaban la fiesta toledista; los que se beneficiaron con dineros turbios; los que instalaron el lucrativo reinado de las ONGs; los que inventaron la Comisión de la Verdad para reescribir la historia; los que persiguieron a los policías y militares que combatieron al terrorismo; los que pervirtieron el periodismo hasta convertirlo en un vil oficio de activistas; todos ellos, ahora eligen sus disfraces.
Unos son desmemoriados, otros hablan de prescripciones, algunos ensayan tenues críticas y hay uno, que se considera gurú del periodismo, que dice: “Toledo era un gran demócrata que se pervirtió en el poder”. Risible contradicción. Si se considera gran periodista debía conocer los antecedentes corruptos de Toledo pero, para tratar de justificar que lo apoyó a sabiendas de quién era el cholo de Cabana, ahora dice que el demócrata se perdió en las tinieblas del poder.
Ahí está la imagen de Alejandro Toledo en el aeropuerto. Es la primera escena del show. Hace unos días caminaba con su mujer y un disparatado guardaespaldas y ahora está en silla de ruedas. Se presenta como un hombre enfermo en silla de ruedas porque va a ensayar un pedido: que lo internen en una clínica. Su cobardía le impide enfrentar la responsabilidad de rendir cuentas ingresando a un presidio como corresponde con aquel que decide ser un delincuente.
El prófugo al que inventaron como demócrata, arriba extraditado gracias a las evidencias del millonario soborno de Odebrecht. Que lo ayuden, que lo rodeen, que lo visiten, que lo defiendan aquellos que disfrutaron de su gobierno. Y esa corte que lo rodeó que sepa que están teñidos por la misma infamia de ese hombre cobarde y corrupto al que tanto respaldaron a cambio de beneficios.