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TODOS SOMOS LO MISMO

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Una amiga, profesora universitaria y ex compañera de trabajo en mis días de oficina, me contó que está resuelta a votar por Castañeda Lossio. “Roba pero hace obra”, me dijo.

No es la única: sé de muchos otros conocidos que están dispuestos a hacer lo mismo.

“Roba pero hace obra”, dicen todos. Lo sé. Lo decían también mis tíos, lo decía también mi abuelo, y muchos viejos vecinos del vecindario. Es el peso de una historia de servilismo; de lamer las botas del patrón español, que a punta de látigo nos hacía cargar sus baúles con oro y plata a cambio de un pellejo de animal donde dormir y un rancho digno. Pero es sobre todo, el atisbo de una verdad mucho más grande: no consideramos al Perú como nuestro, y sin embargo lo cargamos dentro, no como una virtud, sino como un virus.

Estoy seguro que ni mi amiga, ni mi abuelo, ni mis tíos, ni mis vecinos concebirían jamás que sus hijos se junten con un delincuente probado, estoy seguro que jamás dejarían que un ladrón sindicado por la ciudadanía, ingrese a sus casas, por el temor de que pueda cargar con cuanto esté a la mano. Y sin embargo, esto deja de importar cuando se trata de nuestra comunidad.

Mi abuelo insistía: “da igual, porque todos son unos corruptos”.

Y pienso que ahí yace el axis de nuestra mediocridad: creer que todos los son, menos nosotros mismos; creer que estamos benditos y libres de esa porquería, sin saber que cargamos la misma infección, en menor o mayor escala. Corruptos, dañados, perversos, torcidos, una palabra que se refiere a alguien que se ha dejado pervertir o viciar.

Nuestra gobierno está formado por personas que nos representan, por una pequeña muestra, aglutinada en cuatro paredes, de lo que somos en realidad. Somos el peatón que cruza la pista jugando con su vida, que no tiene idea qué significa una luz roja; somos el ejecutivo presuntuoso que estaciona su BMV en el parqueo de discapacitados, la ama de casa de clase media que anda pidiendo en todos sitios que le guarden la cola, el comprador de supermercado que deja los carritos de compra a mitad de la calle o botados en cualquier parte del estacionamiento, el hombre que mea la calle y el árbol, la madre que hace que su pequeño hijo la mee, el joven descerebrado cuyo único objetivo es comprarse un auto para seguir adoquinando las grandes avenidas, y un celular 4G para oír música horrorosa, chequear su Facebook y sentirse inteligente, el profesional que colecciona títulos solo para ganar más dinero (¿y para qué más sino?), el joven pudiente y viajero que no asimila nada del nuevo entorno que le rodea en sus siete días de vacaciones, y cuya experiencia de viaje es solo un collage de fotos para rellenar su Instragam, el amo que hace que su perro cague y no recoge las excretas porque es “abono” para el jardín, el tipo que piensa lo mismo que ese amo, pero respecto a las cáscaras de frutas, la persona que es incapaz de guardar un papel en su bolsillo hasta encontrar un tacho donde tirarlo, o parte del gentío que detiene una combi en un lugar que dice “paradero prohibido” y así, eternamente, somos un sinfín de corrupciones que durante décadas –sino siglos- han ido destruyendo nuestra conciencia ciudadana y, lo que es peor, que somos el primer contacto que todo niño y joven tiene con su entorno.

Si no podemos siquiera enmendar esas terribles faltas, ¿haríamos algo diferente si nos tocara gobernar?

No creo que mucho, porque nosotros también robamos. Le robamos al prójimo, al amigo, a nuestros hijos, le robamos con cada acción miserable con la que nos conducimos por estas calles.

En un país cuya educación está en la edad de piedra, y cuya economía es, en su mayoría, informal, estos defectos están convirtiéndonos en un esperpento de nación. Tenemos dos generaciones –la mía y la venidera- resignadas a no pensar. Y no hay país que pueda construirse bajo estas circunstancias. Entre gobernantes que nos repiten ad náuseam el esplendor de nuestro crecimiento económico; un cocinero –burda emulación de un Vatel- que nos ha inyectado la gran mentira de ser lo mejor del mundo solo porque sabemos cortar un pescado y echarle limón, y una televisión diseñada para exterminar de forma masiva nuestra capacidad de razón y análisis, no hay mucho que podamos hacer por construir una nueva patria. La patria se construye con pensamiento, no en tragaderas; con ideas, y no solo con el pago de impuestos. La patria se construye aprendiendo a quererla, pero qué podemos querer si no sabemos nada de ella, si ni siquiera podemos encontrarnos en su historia y si la historia misma –esa que nunca quisimos leer- no nos logra enseña nada.

Debemos empezar indagando lo que un caudillo hace con un pueblo ignorante y primitivo, de esos hemos tenido un montón, y los seguimos teniendo hasta ahora. Caudillos y no líderes, porque somos un pueblo anquilosado en costumbres aviesas, que son pan de miel para los tiranos.

Podríamos vivir en estado de indignación perpetua, o dejar de mirar la paja ajena y empezar por cambiar nuestra conducta y la de la gente que nos rodea, podemos intentar predicar con el ejemplo, por difícil que sea, a pesar de sentirnos como un salmón solitario en medio de tanta podredumbre. Intentar el ejercicio solitario de ser un buen ciudadano debe ser una tarea constante y exigida, porque con nuestro intento diario, estoy seguro, lograremos inspirar a alguien más, y los cambios, por inmensos que sea, empiezan siempre con pequeñas acciones.

Pueda que nuestra idiosincrasia sea un virus mutable, pero podemos encontrar el antídoto. Tal vez entonces, cuando las canas cubran nuestra cabeza, nuestro mensaje sea diferente al que mi abuelo y mis tíos y mis vecinos dejaron. Quizá entonces tengamos la fuerza moral suficiente como para merecer ser representados por alguien tan sólido como nosotros mismos. Hasta entonces solo queda dejar de señalar y repetirnos día a día, como un mantra, la verdad que nos lastra: todos somos lo mismo.

 

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