Opinión

Todos los muertos

Lee la columna de Raúl Villavicencio

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Por Raúl Villavicencio

Don Anselmo se levantó antes que los primeros rayos del sol asomaran por una improvisada ventana. Aún con cara de sueño respiró hondo sentado al filo de su cama, antes de que empezara a asearse y vestirse. El mismo saco desgastado, la camisa negra más presentable, unos zapatos carcomidos por el tiempo y su inseparable violín. No había nadie más en su casa.

Caminó unos metros hasta la avenida más cercana y se subió a un mototaxi que lo llevaría hasta el cementerio Nueva Esperanza.

Los vigilantes del camposanto lo saludaron como si se tratara de un viejo conocido, extendiéndole un saludo a los lejos. Don Anselmo subió las faldas del cerro lentamente, pues sus pies así se lo permitían. Más adelante, un arpista y un cantante lo avistaron entre la multitud de personas que ya iban llegando al lugar de reposo eterno. El anciano violinista se presentó educadamente ante sus compañeros con un silencioso “buenos días”, y todos ellos se acomodaron para esperar a los clientes.

Una familia incompleta se les acercó, preguntando por sus servicios. Tanto por esto y aquello, respondieron. Todos estuvieron de acuerdo y empezaron la caminata hasta el nicho de la difunta madre que había fallecido por un accidente de tránsito el año pasado.

Recogidos en su tristeza, los familiares se ubicaron alrededor de la tumba que era adornada por flores y globos decorativos. Besos al cielo de los más pequeños y un discurso íntimo del padre que recordaba los buenos momentos junto a su amada; alzó la mirada hacia don Anselmo como indicándole tácitamente el inicio de las honras musicales.

Un silencio profundo se hizo en el ambiente y las primeras notas quebraron esa mañana gris de noviembre. El lamento de un violín agonizante hizo que las primeras lágrimas asomaran en las mejillas de los presentes, seguido de los arpegios del arpa que pueden hacer crujir el alma del más bravío de los mortales.

Don Anselmo le cantaba a todos los muertos, y no a uno en específico, pues eso sería una falta de respeto para los demás; es por eso que La Muerte aún no se decidía a invitarlo a sentarse en su casa y prefería escucharlo derramar melodías para la congoja de los vivos y alegría de los muertos.

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