Hace mucho no veía una película —relativamente reciente, al menos para mí— llena de misticismo (no solo ‘espiritualidad’). Con toques cargantes (exagerados, al borde de lo intragable, y claro, hablo a título personal) de este peculiar componente, pero, con todo, por momentos, con logros maravillosos. Es como si el director quisiera responder o no tuviera más remedio que intentar responder (me refiero a algo que se le impuso en lo profundo) a la pregunta: qué haría el mismísimo Robert Bresson si filmara una película recién entrado el siglo XXI.
No estará de más decir que ciertos, cómo llamarlos, métodos, actitudes o acciones ‘idealistas’, parecen o son métodos de tortura. Si todo es milagroso, o tiende a serlo, se difuminan, con mucha gracia, las fronteras entre lo absurdo y ridículo y estúpido; y lo sublime. No por eso quiero dar a entender que estimo más las propuestas de los toscos realistas encerrados en su propia burbuja epistémica; me refiero más bien, o siquiera insinúo que, de entrada, se precisa una suerte de acto de fe para entregarse a esta película y encontrar en ella una satisfacción plena.
Mi reacción es mixta y problemática. Cómo no amar esa nobleza en la expresión, esa exactitud en los gestos, esos acercamientos sinceros y apasionados entre los personajes… Dos amigos que se separarán, muy diferentes pero capaces de enamorarse de la misma mujer, con objetivos vitales contrapuestos, y que a pesar de esto comparten un sentimiento común (que no es solo ella). En general, en varios pasajes, uno no sabe si está presenciando el vacío o ante la inminente revelación de algo importante, incluso esencial de sus vidas, y de la vida.
La cámara busca con frecuencia el suelo, la Tierra, los zapatos, los pies, las piernas, la mitad de abajo del cuerpo humano, tal vez como para equilibrar su discurso con las frases paradójicas que vemos o escuchamos pronunciar (con ese típico grado de meditativa neutralidad en el tono, en la línea de Bresson). No es una película que niegue los poderes del cuerpo, pero que a contracorriente le da al alma o al espíritu o a lo que sea eso trascendente e invisible que se supone superior y nos maneja o nos dirige, una preeminencia salvadora e inquietante. O bella, pero inverosímil.