Texto: Vanesa Moreno y José An. Montero Fotografías: Alex Basha
José Amaya fundó Ocelot Teatro en El Salvador en los años 80. Desde entonces, sus títeres tratan de poner un granito de arena para hacer del mundo un lugar un poco mejor. Su espectáculo «La historia de un huevo perdido» participó en la última edición de Titiricuenca (España).
José Amaya, nacido y criado en un país en conflicto, tuvo que abandonar su hogar muy joven para poder sobrevivir, trasladarse a la capital para evitar caer atrapado en el conflicto que libraban el ejército y la guerrilla que asolaba las zonas rurales. Llegado a San Salvador, comenzó lavando platos en un restaurante. Mientras lavaba platos silbaba los cantos de los pájaros de su tierra. Era su manera de espantar los miedos y no sentirse tan lejos del hogar.
Como dijo el poeta salvadoreño Roque Daltón, «Siempre vuelven las aves sin embargo…». El silbido de pájaro de su tierra le trajo de vuelta a un responsable de un teatro cercano que andaba buscando alguien que silbara durante la representación de Los dos ruiseñores de Christian Andersen. Y una vez en el teatro, todo puede ocurrir, un miembro de la compañía se retrasó y el silbador José Amaya tuvo que ocupar su lugar. Titiritero fue ese día y en titiritero se convirtió para siempre.
Sin embargo no eran buenos tiempos aquellos para dedicarse al espectáculo. «Los artistas por aquel entonces eran considerados gente que andaban metidos en la revolución armada», nos cuenta José Amaya. «Seguí trabajando para esa compañía, preparándome con el resto de compañeros, hasta que surgimos como grupo. Tres años después formé un grupo con un compañero con el que estudié bachillerato. Sólo duró un año. Cayó en combate».
La lucha de José no estaba en la armas, pero sí participando en los movimientos de artistas desde los que se denunciaban prácticas del gobierno. «Muchos de los compañeros artistas de aquella época desaparecieron, a otros los mataron y otros se exiliaron. Teníamos la convicción de dar la vida si era necesario. Ahora probablemente no lo volveríamos a hacer». Nos habla de la rebeldía típica de la juventud y su afán por el «heroísmo» que desaparece con los años, «pero las ganas de luchar por un mundo mejor permanecen intactas».
Con los títeres por bandera, José Amaya, inicia su deambular por el mundo. En 1989 se traslada a Perú, para empezar a trabajar con el CICR, el Comité Internacional de Cruz Roja que trabaja en zonas de conflicto armado. «Con ellos preparé un espectáculo para la guerrilla, los soldados y la población civil que hablaba sobre los Convenidos de Ginebra». A partir de ahí, y debido al éxito que tuvo, comenzó a trabajar en Perú en zona de guerra y después Colombia.
La guerra, aunque no sea en las trincheras matando enemigos, siempre pasa factura. Tuvo que abandonar los títeres porque padecía psicosis de guerra. «Tenía muchas pesadillas. En los sueños peleaba, mataba, me mataban, hacía unas cosas desastrosas. Me despertaba hiperventilando y si alguien estaba a mi lado era peligroso». Crecer en mitad de un conflicto civil, sobrevivir a la precariedad y jugarse la vida por interpretar sus obras fue el destino de José Amaya durante aquellos años.
«Los títeres son una herramienta muy eficaz para llegar a la población. El arte era mi manera de contribuir». Amaya no quería matar ni ser asesinado y esquivó como pudo alistarse. Buscó sus mañas para protegerse y sobrevivir, «hubo un momento en que me hice cristiano evangélico, iba siempre con la Biblia bajo en brazo, porque con la Biblia había un respeto».
Inquieto e inconformista, ha recorrido las selvas guatemaltecas para trabajar en las zonas indígenas y hacerse entender en el idioma universal de los títeres. Con su teatrillo de aldea en aldea, y gracias a un proyecto de cooperación del gobierno vasco, recorrió la zona maya-quechí concienciando sobre los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. «La sociedad es muy machista en estos lugares Los títeres son una buena herramienta para que la población conozca los derechos de las mujeres.» Durante los últimos años, Ocelot Teatro ha trabajado en centros escolares colaborando con el Ministerio de Educación salvadoreño. Un trabajo duro física y mentalmente, con bajo presupuesto pero que le reporta grandes satisfacciones.
El títere, de puro eterno, siempre ha sido un mundo al borde de la extinción. Siempre hay un titiritero dispuesto a convertirlo en su forma de vida, aunque «hay muy pocos titiriteros en el El Salvador, ni siquiera es una profesión reconocida por los otros artistas del escenario». Durante el gobierno del FMNL entre 1995 y 2010, José Amaya crea un festival internacional de títeres que tiene la ilusión de ver renacer el próximo verano.
El canto de un pájaro de su tierra sirvió a José Amaya para convertirse en algo parecido a un héroe, pero un héroe armado con varillas y guantes, con telones y muñecos, con arte y humanidad. Buscando el respeto al otro, el entendimiento. Los títeres, como la tonada de un pájaro, pueden ayudar a cambiar el mundo.