El cambio de clima político en el cono sur se puede muy bien sintetizar con una sola imagen: la de la multitud de policías que ahora inundan las calles de las principales metrópolis del continente (descontando su abusiva presencia en espacios menos dados al ojo público). La desmedida confianza en las fuerzas represivas es parte de una gubernamentalidad que opera a partir de la vigilancia y el control. Digamos, mirando. Lo que parece un comentario foucaultiano ramplón es, día tras día, una realidad por demás tangible.
Vamos a un caso específico en mi país, Argentina. En la provincia de Buenos Aires, cruzando la avenida General Paz, límite que rodea y marca el comienzo de la Capital Federal, los diferentes municipios han conseguido permisos para poder crear policías locales que suman más efectivos a las fuerzas de control ya desplegadas en el territorio. O sea que, a la Policía Federal, a la Policía de la Provincia de Buenos Aires, a las fuerzas de Gendarmería colocadas en las garitas de control en las villas miseria del conurbano, ahora hay que sumarle policías municipales, como las del partido de Tres de Febrero, o, inclusive, en la Ciudad de Buenos Aires, la reciente Policía Metropolitana.
Nótese la terrible lógica detrás de toda esta mención abusiva de fuerzas policiales. La sociedad argentina contemporánea reclama como uno de los principios fundamentales para la vida en comunidad, no la presencia de un Estado que asegure ciertos modos básicos de la seguridad social (jubilación, cobertura médica), sino la presencia del Estado bajo la forma de la fuerza de seguridad. Se pide a los gritos, a veces, eso: la mirada vigilante de alguien que observe, que distinga, que permita circular o suspenda la circulación, ratificando los modos de sociabilidad aceptables por el votante promedio de clase media (aspiracional, claro).
Las elecciones legislativas de agosto vuelven a poner el tema de este modo de entender el término “seguridad” en la mesa de discusión. Entramos así en la sintonía de un clima de época en todo el continente: la idea de paladines de la justicia que vienen a poner el orden tiene la suficiente carga de modos fascistas de la gestión del Estado que entran en consonancia perfecta con la idea de un mercado desarregulado. No por nada, el cierre de la fábrica de PepsiCo y la brutal represión de sus trabajadores el 13 de julio es la muestra más cabal de esta lógica de Estado securitario.
Con un crecimiento de la tasa de desempleo, un claro problema para controlar los índices inflacionarios y una desrregulación de las fuerzas policiales, sea cual sea su pertenencia, el Estado argentino, como diversos Estados latinoamericanos (pienso, sobre todo, en Brasil), deposita toda su confianza en tener cada vez más policías en las calles. Esos chicos y chicas jóvenes, seducidos por el ejercicio desmedido de la fuerza física, creyentes en la promesa de ascenso social (algo que no les garantiza otro trabajo) y una idea bastante errónea de honor cívico, el Estado tiene su ejército poco reflexivo de matones. Vuelve a repetirse el viejo esquema que, sobre todo, desde la década de los ‘70, se da en el continente. Jóvenes pobres controlando, golpeando y matando a otros jóvenes pobres.