Para Brakahage el sonido YA está, definitivamente, y desde el principio, en la imagen. Son los ritmos, que están vivos, que no necesitan ‘sonar’ tan obvia o explícitamente. Pero se sienten: de eso no hay duda.
No lo olvides: tú también estás hecho de vibraciones sutiles.
Son el origen de la música, la verdadera música profunda del mundo -la voz susurrante y vibrante de la materia, de cuanto nos rodea-. Es cuestión de mirar, de detenerse solo un poco, y escuchar.
¿Y qué escucho, en esta película de Brakhage, cuando la veo con ojos que incluyen oídos?
El silencio no impide que sea envuelto, abducido e impregnado por la belleza total succionada en cada detalle que capta el ojo libre y desprejuiciado de uno de los mayores nombres de la historia del cine en cualquier época y lugar.
La ciudad, tan usada y cotidiana, es el escenario de una soberana y bendita poesía y todo tipo de pequeñas magias que la cámara sigue como un niño a un pájaro o a una mariposa.
La ciudad denostada por fea y caótica, por inapropiada para la felicidad, resulta ser un espacio de armonía, un concierto de grados de luminosidades y escalas de sombras, de flagrante belleza plástica, con frecuencia ignorada.
Reflejos, colores, volúmenes, texturas, se suceden ante la cámara que las contempla o las acaricia. El espacio se construye de un modo especial, es como si la ciudad fuese un sueño o como si fuese mirada por un apacible pero atento soñador.
En The wonder ring la ciudad aparece limpia y pura, un juguete que se hace leve y amable en su consumado automatismo solitario.
Uno, así, puede embriagarse de claridades, penumbras y cientos de ventanas. Como rimas y figuras.
El tren, por último, define magníficamente el suave deslizamiento del sueño del tiempo.
Brakhage ofrece, en esta mini sinfonía de la ciudad, una delicadeza segundo a segundo exquisita.