Ahora entiendo por qué todos los domingos a las 6 y 30 de la mañana, suena un silbato dando inicio a un partido de fulbito en la losa del parque al enfrente de mi casa.
Me tapo los oídos pero es inútil, nada puede detener el sonido febril de las arengas, de los vítores ensordecedores celebrando o reclamando un pase, una jugada; de las zapatillas frenando en seco con el cemento. Me crispo, reniego dando vueltas en mi cama. No comprendo cómo es posible que un domingo alguien pueda levantarse tan temprano a joder a los demás.
Me asomo por mi ventana para descubrir quién o quiénes son los autores de tamaño atropello. Observo a un nutrido grupo de señores mayores de 65 años (la tercera edad le dicen), en sus cabezas, sus canas lucen como una suerte de corona de plata, quizá como premio al hecho de haber sabido sortear los avatares y dividendos de toda una vida. Todos sin excepción corren detrás del balón.
Entiendo que ellos están ahí desde esa hora porque ya no saben de desvelos, de trasnochadas interminables los fines de semana. Ellos ya no tienen sábados para juerguear, no conocen de cigarrillos y el médico les ha prohibido el trago. Por una cuestión de salud, tienen que acostarse temprano, a las 8 de la noche como máximo.
Ayer mientras yo me entregaba sin condiciones a una música, a un baile frenético entre luces multicolores, humo y sudores; ellos dormían para levantarse temprano y jugar su partido de fulbito. La vida te da y te quita, es generosa y egoísta, la vida les ha quitado sus sábados y sus años mozos de antaño. Los hijos que alguna vez tuvieron y criaron, han crecido y se han marchado. Ya no hay trabajo, ahora todos son jubilados. Algunos con suerte, todavía conservan a su esposa.
Ahora entiendo que, ante todos esos arrebatos, la vida como consuelo les ha obsequiado una pelota, y ahora están allí, dribleando a sus ayes, a sus dolores; dribleando a sus achaques. Ya no reniego. Cierro mi ventana. Entiendo que algún día en mi casa sólo quedará mi esposa y una pelota y, estaré en esa misma losa, a la misma hora.
Decido ir a acostarme otra vez. Suena el timbre de mi casa, simultáneamente se activa la alarma de mi despertador. Mi esposa, somnolienta aún, la apaga. Son las 6 y 30 de la mañana. Los cuartos de los pasillos, tienen las puertas abiertas y están vacíos. Levanto el intercomunicador. Ven a jugar, ya es tarde. Me dice una voz.