Todavía no me he rendido. Es verdad que me sigo soñando contigo. Es cierto también que aún lloro al recordar. Sin embargo, me queda algo más por hacer. No sé bien qué. Al menos eso fue lo que le dije al anciano anoche.
Lo conocí en una librería del centro y me invitó a su casa a tomar café (un café de pésima calidad).
—A tu edad yo también le entraba al asunto —me dijo como quien está decepcionado de algo. O de todo.
—¿Qué asunto?
—El de la escritura. Tengo tres cajas de leche Gloria llenas de manuscritos: dos novelas, varios cuentos y un ensayo sobre la soledad.
—Y, ¿qué es la soledad?
—Es invitar a un desconocido a tu casa porque no tienes a nadie que te visite.
—¿Le molesta vivir así?
—No me molesta —me aclaró—. Pero tampoco me hace feliz.
—La felicidad no existe —le dije.
—Eso también pensaba yo cuando escribía. Lo hacía todos los días: por las mañanas y sobre todo por las noches. Estaba convencido de que era muy infeliz y por eso escribía… Uno no escribe porque es infeliz, sino porque necesita contar algo.
—¿Y cuándo dejó de tener esa necesidad?
—Cuando murió Laura. Ella se llevó toda mi escritura. Se llevó mi vida.
—¿Ella fue su mujer?
—No, no me he casado. No soy tan estúpido. Ella fue mi única enamorada, mi compañera, mi amante… Me dejó luego de cinco años de una relación tormentosa, con altos y bajos, más bajos que altos, para serte sincero. Me dejó porque quería seguridad: “las mujeres buscamos seguridad, Claudio”, me dijo la última vez que intenté retomar nuestra relación.
—No todas buscan seguridad… hay de todo: algunas saborean el caos, se enamoran de la incertidumbre.
—Mira, todos buscamos seguridad. ¿Te sientes seguro en mi casa?
—Creo que sí.
Se puso de pie y se desabrochó la camisa. Pensé que intentaba mostrarme un tatuaje o una marca (alguna seña sobre un pasado mejor). Me equivoqué: se trataba de un horrible tumor en su bajo vientre.
—Tápese, por favor —le pedí tratando de ocultar el asco que sentí.
Tomó la cafetera y llenó su taza. Me hizo un gesto con los ojos. De inmediato, me mostré reticente: no quería seguir en su casa. No más café.
Me sentí inseguro.
—Se trata del bicho —me dijo muy suelto de huesos—: cáncer.
—¿Terminal?
—No, estás equivocado. Esto no se termina nunca.
Pensé, entonces, que estaba recuperándose.
—Creo en la reencarnación —me dijo y me mostré inexpresivo para que prosiguiera con sus delirios—. No me inquieta la muerte. Lo único que me angustia es no saber en forma de qué volveré…
—Lo importante es volver —dije lo primero que se me vino a la mente.
De pronto, había decidido seguirle la corriente.
—Detesto a los gatos. Días antes de que Laura me dejara vi un gato.
—Negro… —musité.
—No, éste era de color rata. Un gato enorme que me miró con auténtico desprecio. Un gato que si pudiera hablar me hubiera dicho mis tres verdades. Un gato sabio, qué se yo. Un animal portentoso.
—A mí tampoco me gustan los gatos.
—¿Qué te gusta?
—Beber. Pero ya no lo hago. Creo que Dios me está abriendo otras puertas. Esta noche pude volver a tomar esa primera copa, sin embargo no lo hice y ahora estoy conversando con usted. Se trata de un regalo…
—¡Cojudeces! —exclamó con desprecio.
Luego de esto se retiró de su sala y, desde la otra habitación, empezó a comentar que la escritura le había hecho perder mucho tiempo. “Siempre será mejor leer o hacer el amor, o mirar la luna… hasta odiar a los gatos es mejor que escribir”.
Volvió con su empolvado mecanuscrito de una novela titulada: “Los años que no viví contigo”.
—Antes de irte, lee al menos el primer capítulo.
Lo hice y, al finalizar, le pregunté si pensaba publicarla.
—De ninguna manera.
—¿Por qué?
—Este libro era para ella y… ya no podrá leerme.
—Entiendo.
—No. No entiendes. Anoche soñé que ella había reencarnado en un animal marino. Pocas posibilidades. Lo mejor que le pudo tocar es un delfín o una ballena blanca… como la de Melville.
Sonreí, escéptico, y le dije que ya era tarde.
—Entonces llévatela.
De inmediato, abrí mi mochila para introducir el borrador de su novela y me detuvo:
—Te dije que te llevaras a Laura.
—¿Y dónde está? —pregunté sin comprender.
—Acá.
Se había señalado el tumor que, poco a poco, se apoderaba de su vientre.
—Acá está todo, acá —repitió—. ¡Acá!
Me aproximé a la puerta sin despedirme de mano. Intuí que el viejo tenía una crisis nerviosa o que estaba desvariando (quizá producto de algún fármaco, pues no quería darle cabida a la posibilidad de que intentara desembarazarse de esa enfermedad con algún tipo de brujería o magia negra). Ahora todo era anómalo, pernicioso: su comportamiento, su salud, el horrendo decorado de su vivienda.
—No voy a parar hasta que escribas sobre Laura. ¡Hazlo tú por mí si tienes un poco de piedad por los viejos!
Cerré la puerta y el frío helado de la noche me cortó. Me froté la cara. Todavía podía recordar el comienzo de la novela:
“Los años que no viví contigo se los regalé a la mediocridad de una vida patética y previsible. Los años que no viví contigo en realidad los viví bajo tu sombra. Fueron los años de la exploración exangüe y la renuncia cotidiana: días enteros recordando lo vivido, noches en vela imaginando tu regreso, tardes de agobio y depresión. Los años que no viví contigo te los voy a cobrar en la otra vida. Con intereses. O, mejor dicho: con amor, ¿te parece?”.
No quiero volver a cruzarme con el viejo enfermo. Ojalá muera pronto y reencarne en un organismo hermafrodita. Nunca le he deseado la muerte a nadie, pero a este infeliz no le queda nada por hacer en este mundo. Él lo sabe. Pocas veces me he sentido mejor que alguien. Ésta es una de esas raras excepciones.
Ahora, quiero que sepas que los años que no he vivido contigo no se los regalaré a nadie. Son míos. Tu amor ha sido como un cáncer. Sigue siendo un cáncer, una enfermedad enquistada en mi corazón. Pero no me rindo. Y si algo pudiera desearte es que, cuando mueras, reencarnes en mí y por fin sepas todo lo que he soportado, todo lo que he sufrido. Entonces recién te pondrías a escribir. Y lo harías mejor que yo, sin duda.
*El autor utilizó el seudónimo C. Gorveña en una versión preliminar.