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TANTOS DÍAS

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Entre algunos recuerdos vagos, como sueños, me veo caminando por las calles estrechas del vecindario vistiendo un guardapolvo plomo con mi nombre bordado en rojo.  Mi madre toma mi mano y en la otra lleva una lonchera roja.  Es el primer día en el nido y sé lo que va a ocurrir, y sin embargo no puedo evitar esa sensación de angustia que me acompaña durante todo el trayecto. Ella intenta distraerme, me hace buscar aves en los árboles y me promete croquetas de carne al llegar a casa. Al llegar al nido veo más chicos uniformados como yo, un grupo de ratitas asustadas mirando con ojos curiosos el nuevo mundo tras el portón azul. La miss saluda a mamá, que entrega mi lonchera, me toma de la mano y me lleva al salón, entonces me separo de ella y la angustia destila en forma de lágrimas silenciosas. “Yo voy a estar aquí, esperándote”, me dice, seria.

Recuerdo el verano siguiente, en el que mi madre cogía el libro de letras y se sentaba conmigo a estudiar. Empezábamos a las 9, cuando ella había terminado con el desayuno y había despedido a mi padre, arreglando su corbata y alisando su terno. Entonces abría el libro y empezaba a dictarme la lección. “La hache es muda”, me dijo, sin que yo pudiera entender su didáctica precaria, cosa que se tradujo en una severa tunda. Me pasó lo mismo con la equis y la zeta. ¿Por qué no podemos esperar a que empiece el colegio?, le pregunté, secándome las lágrimas. “Esto”, dijo mi madre señalando el libro de letras, “va a ser lo más importante en tu vida”.

La veo entonces, sentada en el comedor, veintidós años después, intentando comprender uno de los tantos libros que leo. Su vista ya no sirve y su esfuerzo es casi vano. Mira la foto de la contratapa. “¿Algún día veré tu foto aquí?”, me pregunta.

Su regazo siempre fue un círculo de protección. Ahí descansé mi mente atormentada por ridículas pesadillas. Mi cuerpo, pequeño entonces, se acurrucaba a su lado, mientras ella pasaba su mano por mi cabello y me contaba el cuento del ave que pierde su patita de cera y recorre el mundo entero hasta encontrar a Dios, que es el único que puede pegársela. Ya de joven me recuerdo ahí, incomodándola, hablándole de mis cándidos conflictos amorosos. ¿Recuerdas esa historia del ave con su patita de cera? Le dije una madrugada al regresar del trabajo. Ya la superaba en tamaño y me costaba dormir pensando en la atrocidad que mi profesión estaba a punto de hacer con unos trabajadores. Volvió a contarme la historia, y yo aproveché en cerrar mis ojos y llorar en silencio.

Ya para entonces ella también había perdido su patita. Y no hubo Dios que tuviera compasión con ella.

Le gustaban las aves. Empujando su silla de ruedas, le entregaba bolitas hechas de migajas de pan, mientras recorríamos la alameda llena de jardines. Ella echaba las migas y las aves picaban y echaban vuelo. Mi madre las observaba sacudir las alas, tocar el cielo, y se aferraba su prisión de metal. “¿Cuándo terminará todo esto?”, me preguntaba.

“Pronto mamá, muy pronto”.

Peleamos, incontables veces. Dos caracteres férreos, fuertes como dinamita pura. Nos herimos, ella a veces con un golpe, yo con la esgrima de mis palabras. Me sacó lágrimas. Yo le saqué muchas más. Me prohibió leer. “Te vas a volver loco”, me decía, pues se sabía culpable de haber detonado un hábito incontrolable. Por eso no me dio chance a perder un minuto de mi vida ni bien terminé la escuela. La recuerdo al pie de la escalera, “ingresaste, hijo”, y reventando un huevo sobre mi cabeza, aprovechando la guardia baja por el gusto de abrazarla. “Ahora empieza la travesía”, me dijo, y me vi junto a ella, en el viejo bote a motor, surcando el río Marañón. Mi mano diminuta sumergiéndose en el agua para sentir la corriente río arriba. “Ten cuidado con las pirañas”, me decía. Su mente convertía en temores la fantasía. “No hay pirañas aquí, señora”, le dijo el hombre que manejaba el bote. Mi madre le sonrió y luego volvió a mirarme, entonces susurró, para que nadie la escuchara: “ten cuidado con las pirañas”. “¿Dónde termina el río, mami?”

“Es parte de algo mucho más grande”, respondió.

Y cada detalle de su vida lo fue: aquella vez que rompió un pote de mermelada por querer darme una sorpresa, las veces que íbamos a comprar al mercado, el cumplimiento de las labores domésticas en las que me adiestró “porque no debes esperar que una mujer venga aquí a ser tu sirvienta”, y las tantas veces que me repitió que me amaba, cuando sabía que su travesía estaba a punto de terminar.

Estuvo internada tres días y no pude verla morir. Mi padre dice que en su último aliento preguntó por mí y por mi hermano. Quería saber si habíamos desayunado. Recuerdo la última vez que la vi, metida en un taxi, con sus mirada vencida por tantos años dolorosos. “Voy a estar aquí esperándote”, creí escuchar, tres días después, cuando tomé su mano fría, antes que el enfermero se la llevara a la morgue y volviéramos a separarnos, por última vez y para siempre. Mi foto terminó en la contratapa de un libro, a pesar de que sus ojos ya no pudieron ver aquello que anhelaba tanto.

Entonces vuelvo a recordarla, mostrándome el libro de letras: “Esto va a ser lo más importante de tu vida”.

Así era ella.

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