Opinión

Tantas veces Pedro

Lee la columna de Roberto Ramírez Manchego.

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Treinta años después, frente al pelotón de acusaciones en su contra, Pedro Castillo hubo de recordar aquella noche remota en la que Alberto Fujimori disolvió el Congreso. Decidido a emularlo, se aisló en su despacho y dio el autogolpe más gil de la historia peruana.

Recordemos que el Perú de Fujimori era un estado venal. Un estado que, como bien dijo el historiador Pablo Macera, era lo más parecido a un burdel. Pero los años no pasan en vano y ese burdel se ha convertido en un chongo.

La cultura putañera y la política peruana son casi lo mismo. Y entre el burdel y el chongo hay ciertas diferencias. Las mismas que hay entre el autogolpe de 1992 y el actual autogolpe.

El autogolpe de 1992 venía en medio de acusaciones de corrupción en contra del entorno presidencial, pero tenía el respaldo de las fuerzas armadas y un gran aparato organizado que sostenía todo el quiebre democrático. Estuvo planeado por más de un año y avalado por diversos grupos de poder. En su logística funcionaba con la precisión de un burdel.

El autogolpe del 2022 viene también en medio de acusaciones de corrupción, sin el apoyo mayoritario de la ciudadanía, sin un aparato organizado detrás y sin el apoyo de las fuerzas armadas. En su logística funciona con la sinuosidad y la improvisación de un chongo.

Pedro Castillo negó sus intenciones de romper el orden democrático, pero ha dejado ver su entraña dictatorial. Es un aventurero político que quiso repetir la historia antes de entenderla.

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