UNO
Estaba recién casada con Manuel y acababan de regresar del Chile convulso y prístino de Allende. Discurrían jubilosos por la juventud, comenzaban a llegar los hijos y manifestaban una profunda voluntad revolucionaria. Eran muy religiosos además, cosa que yo tomaba con cierta aprehensión porque no me gustaban los curas, aunque fueran de izquierda. Pero en su caso, había quizás algo de virtud en su conversión. Susana provenía por vía materna de una familia muy tradicional y conservadora, emparentada con presidentes y cancilleres. Su progresismo parecía brotar de una rebeldía solidificada por la subversiva teología de la liberación.
El gobierno de los militares había arrasado con una época y una forma de hacer negocios, y el padre perdió su empresa y el interés por la vida. La madre, Josefina de la Puente y Lavalle fue desde entonces el alma y el sostén de la familia. Convirtió la casa aristocrática de la calle La Paz en Miraflores en una exitosa galería comercial y fundó una tienda de antigüedades que vendía los restos oligárquicos de su misma clase social defenestrada por Velasco. Hay que decir que Josefina era una mujer dura y una hábil empresaria. Fue presidenta casi eterna de la fundación benéfica del Hogar de la Madre.
No fueron buenos tiempos para Susana. La crisis familiar la llevó a desechar la universidad. Para ocupar su tiempo pasó por la escuela de Educación Familiar de Irene Silva de Santolalla, una institución muy conservadora abocada a fabricar esposas. Algo así como el feminismo, pero al revés. Obviamente Susana tenía otras aspiraciones. Por ejemplo, emular a su madre, a quien la vida y la quiebra del marido la habían dado un nuevo sentido a su vida.
La familia por entonces se mudó a una fea casa situada a pocas cuadras. Había que ahorrar. La educación de siete hijos era difícil. La austeridad de la madre contrastaba con el antiguo dispendio paterno. Allí en la desangelada residencia, entre esculturas del quijote y algunos libros, el padre dejaba pasar los días monocordes viendo como su mujer salvaba el hogar y restañaba las fracturas económicas. Pese a todo, del esplendor antiguo poco quedaba ya. Tal vez un mayordomo anciano que servía huevos fritos con arroz en bandejas de plata, una cocinera gorda y viejos muebles que a veces terminaban en la tienda de antigüedades de la madre.
Por entonces Susana y Manuel solo iban de visita. De regreso de Chile se fueron a vivir a Caja de Agua donde compartían casa con Maria Elena Cornejo, la poeta mas suicida de la historia, y otros unecos, suerte de logia de jóvenes que pretendían articular sus convicciones cristianas y el marxismo, teniendo como líder supremo a Gustavo Gutiérrez.
Luego se mudaron al Rímac en una callecita detrás de la iglesia de los Descalzos. Por entonces Manuel oficiaba de brillante profesor de ciencias políticas y participaba activamente en la naciente Izquierda Unida. Era un proyecto de intelectual orgánico para usar las palabras del Gramsci que predicaba, tanto que resultó elegido diputado y tuvo destacada actuación en la comisión investigadora del comando paramilitar Rodrigo Franco, una suerte de globo de ensayo de la futura Comisión de la Verdad.
Por entonces Susana lo miraba con legítima admiración, desde su cargo en el Vaso de Leche de Barrantes, y siempre esperaba que Manuel hablara primero, que decidiera por ella, que diera la línea. El sí tenía sólidos conocimientos universitarios mientras ella apenas si había llevado algunos cursos libres en la Universidad de Chile. Por entonces no me había percatado de que allí residía uno de sus más hondos naufragios, que mitigaba con una humidad un poco impostada, aprendida seguramente entre las monjas del colegio Chalet de Chorrillos. En su perenne sonrisa había poco espacio para la espontaneidad, a diferencia de Manuel, hombre transparente y luminoso, hondo y sufriente.
El autogolpe del cinco de abril de 1992 partió en dos la vida de mucha gente. Ser de izquierda comenzó a ser algo peligroso y deprimente. Se caían los muros interiores, las vigas maestras de muchas vidas, se resquebrajaban las paredes de muchas convicciones. Había que reinventarse a cualquier precio, sobrevivir al temporal, resolver o tapar con tierra los lastres del pasado. El piso se movía como el eco lejano de muchas bombas y matanzas, de traiciones y apagones. Susana seguramente se refugió en alguna oenegé y la carrera de Manuel perdió la brújula.
Sin embargo, con la caída indigna de Fujimori un golpe de suerte vino en auxilio de ella y la extrajo seguramente de su desazón interior. Fue nombrada sorpresivamente ministra de la mujer del gobierno de transición, que siguió a la dictadura. De la noche a la mañana y empujada seguramente por las miríadas de sus amigos cristianos, arribó a la primera línea de la política. Seguía el camino de su madre, pero apuntaba más arriba. El destino la ponía en una situación expectante. Era mujer y sus maneras afables le permitieron anudar voluntades a pesar de su poca experiencia en la gestión ministerial. Su estilo caía simpático, parecía sincero, cierta aureola de ingenuidad se convertía en ventaja frente a la envejecida clase política. Pero Susana sabía que su mandato tenía el límite del gobierno de Paniagua: ochos meses, lo cual no dejaba de ser una bendición. En ocho meses se podía tener mucha presencia mediática, con algunas campañas importantes para atar la tela de la araña.
El ministerio se convirtió en un trampolín providencial. Tras su breve paso, accedió a una relatoría de las naciones unidas y se vinculó fuertemente a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En el 2005 fundó un partido político, Fuerza Social y congregó adhesiones, que no fueron pocas. Pero al año siguiente tuvo su primer fracaso político. No tenía ni la más remota idea de cómo se ganaban elecciones. Su campaña presidencial no levantó vuelo y casi desapareció del espectro ante los embates radicales del primer Humala. Le faltaban asesores y politólogos de cabecera, operadores políticos, medios, organizadores, plata, contactos empresariales. Todo… Había hecho una errada evaluación de sí misma.
Susana sin embargo se levantó de sus cenizas, reordenó sus ambiciones y postuló a la alcaldía de Lima. Pese a las dudas sobre su capacidad organizativa, y sus dotes para el liderazgo remontó en las encuestas. Por cierto que aprovechó una serie de imponderables: la defección de Castañeda, la eliminación de Kouri de la lid, y sobre todo los gruesos errores de su oponente, una apocada Lourdes Flores, sometida a una campaña de demolición por parte de Jaime Bayly. Otra vez el destino acudía a ella para encumbrarla como alcaldesa de Lima, pese a su poca facilidad de palabra y la liviandad de sus planes.
Solo el cielo era el límite. La tía bacán como la apodó Bayly, se convirtió en la encarnación del cambio de la ciudad. Pero los problemas comenzaron pronto. Se rodeó de una corte de incondicionales y mediocres, con contadas excepciones, se alejó de su entorno más capacitado y rompió la unidad de las fuerzas que la habían ungido como alcaldesa. Su proverbial capacidad para meterse cabes le hicieron abrirse muchos frentes y abjurar de los consensos. También es cierto que la campaña de los medios de derecha fue abrasiva y violenta. Las arenas huidizas de la playa La Herradura, el retraso de algunas obras, y el tortuoso desalojo de La Parada minaron su caudal. La inexperiencia pasó factura.
En poco tiempo su aprobación cayó abruptamente y el fantasma de la revocatoria asomó como una de las peores pesadillas. La consulta la arrastro contra las cuerdas, y la puso al borde del knock out técnico. Podía perder todo lo alcanzado y encima salir por la puerta falsa. En lugar de renunciar o aceptar la decisión de las urnas prefirió huir hacia delante de la mano de algunos burócratas que ahora sabemos quiénes fueron: Jose Miguel Castro, su gerente, y Gabriel Prado, su ineficaz jefe de seguridad ciudadana. Hizo poco caso de las voces más lúcidas y prefirió aventurarse por los caminos de una negociación incompatible. Sus subalternos seguramente pensaron en lo más fácil. Pedir a los concesionarios de rutas y peajes una ayuda “desinteresada” para remontar los golpes políticos del enemigo y la falta de recursos para la campaña. Al final los revocadores lograron doblegarla y relajar su moral. Vencieron en toda la línea…ictoria total.
Al poco tiempo de la revocatoria nos enteramos de que pensaba lanzarse a la reelección. No había aprendido la lección. Necesitaba del municipio para afianzar su magullada red de poder y desde allí despegar otra vez. Por aquella época me encontré con Manuel, su ex marido y le pedí su opinión. Es una locura, sentencio. Debe haber detrás mucha gente detrás de ella que quiere conservar su trabajo y su influencia y la deben haber convencido de que no los abandone. Sin ella muchos volverían a la calle, sobre todo los menos calificados. Al carecer de partido, alrededor de ella se tejía una extensa malla clientelar y el resultado de tan equivoca decisión ya estaba cantado. Susana no llegó ni al 10 por ciento de las preferencias electorales, mientras en 2010 había rozado el 40 por ciento.
Desorientada volvió al anonimato. No se acostumbraba seguramente a la idea de que los vecinos no la rodearan ni se oyeran vítores organizados. Estaba otra vez sola ante el mundo y quería inmunidad. Su familia estaba disgregada tras años de huida hacia adelante. Incluso sin dinero porque a ella no la desbarrancó la codicia sino cierta fascinación por su imagen en el espejo de su madre. A lo más podía contar con cientos de amistades, que recordaban con nostalgia los días de triunfo y multitud, lo cual era bastante.
Pero ella insistió. Para las elecciones del 2016 se alió con la malhadada candidatura presidencial del humalismo, que encabezaba un militar acusado de crímenes horrendos. El presunto asesino del periodista Bustios le dio cobijo en su plancha. Cuando me enteré una rabia incontenible salió de mis entrañas. Cómo una mujer que había entregado parte de su vida a la defensa de los derechos humanos podía soportar tan desgraciada compañía. Confieso que fui descortés cuando me la encontré a los pocos días por Barranco. Qué vergüenza, exclamé, y seguí de largo cuando me topé con su sonrisa pasteurizada por las monjas del Sagrado Corazón. Algo se había quebrado dentro de ella. El ego la había traicionado y la había conducido a cierto desdén ético. Suele suceder y entonces se me fue la rabia y me sobrevino la pena.
Se terminó pareciendo a su papá, que merodeaba la vejez en su biblioteca coronada de quijotes y algunos libros de historia que cargaban una tristeza incurable. El único problema es que Susana quizás tenga que hacer lo mismo entre los barrotes de una celda. Ojalá los jueces encuentren los atenuantes de su caso. Solo le pido al dios en que no creo, que nunca yo tenga que pasar por el dolor infinito de Susana en esta hora de culpas.