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SOPA DE LA CASA

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Foto referencial.

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Para los limeños el clima es inclemente. En Lima no hace frío y el invierno es ligero como gamuza de cerdo. No hace frío pero la humedad castiga y lesiona. El clima en la capital del Perú es una ecuación enigmática. El sol de Lima es una quimera en lo que es la capital del otrora imperio del sol, ha decir del ensayista Luis Loayza. Ahí su queja, el frío y la garúa. Lima es ciudad marina, de bruma y niebla. De abrigo y refugio.

Los limeños suplen el calor climático con las lumbres de sopas, caldos y chupes. No son frígidos pero están a buen recaudo. El vaho sentimental es su semental del tracto digestivo. Se come bien en Lima, qué cosa. Plato de linaje es el Sancochado, con carnes y hortalizas, pero sobre todo el caldo. Caldurientos somos, no otra cosa. La gama es frondosa así, en la cuchara multiclasista. La sopa y los chupes –consomé andino y con expediente cárnico, siempre—es el fuelle de su patrimonio. El caldo es trasversal, en la finca, en la quinta, en el callejón.

Existe una culinaria limeña como itinerario y trayecto. Es el resultado concéntrico de las migraciones desde el interior a la capital del Perú desde la mitad del siglo pasado. Lima les ha dado abrigo y hoy ese proceso cultural ha convertido a la cocina capitalina en una exposición suculenta de todos potajes, guisos, sancochados, consomés y cocidos que habita en el imaginario peruano.

La olla peruana no es precisamente el fasto de la opulencia sino más bien el sudario de la escasez. El aserto no gusta pero es cierto, de ahí la proliferación de platos en bases a vísceras y menudencias que recorren la hacienda nacional desde la herencia morisca con la colonia. Platos como los Cau cau, las Chanfainita, las Sangrecitas, los Anticuchos, los Rachi serranos, las Fritangas de hígado, las Patascas, todos ellos antes,

segregados por el gusto burgués, rentista y pituco, se han revalorado en la primavera integral de un fogón nacional reivindicado y redimido.
La cocina peruana es un subterfugio para digerir un teorema, el sabor arraigado. La movilidad es su estilo en una travesía de lo dulce a lo salado con focos efímeros en lo picante. El desplazamiento de lo crudo a lo cocido tiene determinadas esquinas ciudadanas que luego son esquirlas urbanas.

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Y comer en Lima es la negación absoluta del tiempo pero sobre todo del lugar. La cocina masiva se desplaza, sin solución de residencia. Es ilimitado así el consumo de potajes populares no en el restaurante sino en la carretilla, esa mesa y cocina movediza que luce ofertas novísimas en conflicto con el canon sápido de la herencia.

Lima se divide en 43 distritos y municipios. La jurisdicción es así la patria chica con su plato de precepto y código. Y a cada cual, su emblemas, identidad y carretillas. Prima entonces las insignias alimenticias del honor. A cada barrio, su olla y potaje emblemático. Tradicionalmente el Callao, el puerto limeño, es nación de platos en base de pescados y mariscos. En los pagos de Lince la oferta es regional.

Cocinas de todo el Perú despuntan entre picanterías y rinconcitos. En el Rímac, La Victoria, Breña y los Barrios Altos, predominan las brasas de los anticuchos –trozos de corazón en pinchos de caña adobados en especerías sobre parrillas originales— intestinos y mondongos de res. En el Centro de Lima, se oferta los dulces y postres como última defensa del abolengo y solera de la ciudad casi desaparecida.

La olla limeña en su ensamble comercial se extrapola entre la carretilla popular y el restaurante linajudo. Hoy ha surgido, no obstante, la llamada “barra”. Pequeños locales con mostrador y cocina donde los parroquianos comen de pie, efímeros, descartable y sudosos. Un ejemplo es el fast food de comida marina y oriental de Toshi Matsufuji en la Av. Angamos en Surquillo. El antro breve, brevísimo, se llama ‘Al toke pez’ y con tres adjetivos, ‘rico, rápido y barato’ amén de la sabiduría japonesa, es orgullo de la circunscripción.

Otra “barras” son resultado de sendas carretillas exitosas. La de Ronald Abad en el emporio de Polvos Azules, abrigado por hoy por la televisión y auspiciado por transnacionales de la comunicación. El carretellismo peruano, cierto, es símbolo hoy del éxito fabril y corporativo.

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El útero popular, en todo caso, ha masificado la oferta gracias al avance de la carretilla, buque insignia de este estado eufórico que padecen los peruanos con el boom de su cocina. La culinaria peruana es orgullosa y así ha merecido un reconocimiento mundial con premios a raudales. Ergo, los limeños pueden discutir y discrepar de fútbol de política o de corridas de toros, pero de su cocina, jamás. Mistura es por esto y aquello, feria anual de multitudes que a todo limeño lo pone de vuelta y media, y la puja de los negocios culinarios por alcanzar un stand en ese parnaso del sabor oriundo empujan al desarrollo inusitado en las empresas alimenticias y de comidas.

Un escritor de lo limeño de patrimonio, Adán Felipe Mejía, El Corregidor, defiende un sabor venial aunque trascendente en el oficio de las vivanderas, ese anticipo del menú de carretilla. No de otra manera se entiende según el autor que se come a gusto sin aspavientos burocráticos cuando uno ubica un potaje en la vía pública y ejerce veredicto y condena sobre esa huella sápida de lo instantáneo y fugaz. Así, el huésped de esquina es perito en la cata orillera de ese tracto: “Lengua soberbiamente papilada –¡de morirse de envidia!—privilegio celeste que le permite malabarizar con el sabor y encontrarle docenas de matices, mientras el vulgo tragaldabas sólo le pesca, en su infelicidad, dos , tres… o cuatro”, escribe Mejía.

La sopa en el Perú es indispensable de su cocina de identidad. Y para soperos, los peruanos. Y dícese de las sopas que es magma a resultas del fuego lento sobre carnes, hortalizas, legumbres, cereales, algas y frutas. Mejor en olla de barro y con leña. En Lima, para el frío, sopa. Para la gastritis, sopa, para la locura, sopa, para la flacidez, sopa. Una variante, los aguaditos, si es de menudencias, mejor. Otra variante, los chupes, de faena, de jornal para la plusvalía gamonal. La sopa es atemporal, los caldos son hispanos. Las crónicas de indias describen la sopa como un extracto concentrado que los indios ingieren tan caliente que lucen los labios ampollados. Cierto, todas las sopas producen placer contranatura. Gustan pero duelen, calientan pero embriagan, robustecen pero son adictivas.

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Los limeños han adaptado El caldo de gallina, sopa de urgencias, profiláctica y para el frio. La carpa azul es su reducto nocturno en la avenida Nicolás Arriola en La Victoria. Los parroquianos juran que es para el abrigo del espíritu. Plato popular de la República con buen caldo base, proteica presa, cargados de sabor y completo. En el globo pocos son los pueblos que comen gallina. El Perú tiene ese privilegio. Gruesas, compactas, carnudas. Se como en todo el territorio de la República, con variantes en la selva.

El caldo es hoy abanderado de carretillas, de mercados y también en los comederos del detal o el retail. No lo he visto en “Eisha” –el balneario limeño de moda– pero en restaurantes como El huerto florido de la Vía de Evitamiento Km. 3.5 y en el Caldo de gallina de Aramburú, la gente hace cola. Los hay en otros sitios dudosos. Se recomienda gallina tierna que se deje hervir con ajos kion, cebollas y poro. Lento, con parsimonia. Cuando comienza a barbotar se les da el zambullón a los fideos y los huevos. Se le agrega cebolla china y puede quedar en la banca el ají molido y la cancha. En plato hondo, como cama de luna de miel.

Solo en el Lima existen instituciones del yantar rotundo que no existe en otras latitudes. Únicamente en la capital del Perú existen: a] La cebichería, b] El chifa, c] La pollería. En ese orden. En las cebicherías, aquella residencia del matrimonio entre las carnes marinas y el limón con el ají, se acostumbra a domar, en la ceremonia más impetuosa entre el deseo y la ofrenda, una sopa que evita la demencia sexual, la Parihuela, cumbre de mecánica nacional de la voluptuosidad y el degenere. Algunos aseguran que la sustancia viene de la Bouillabaise, plato insignia de la región de Provence, al sudeste de Francia. No importa, los dos son potajes de pescadores. Pescados y mariscos empernados en el caldo lascivo, con cebollas recias y tomates carnales.

Obvio, primero apareció en las cantinas del puerto del Callao pero hoy muestra variantes licenciosas. Cualquier cebichería la oferta pero se prefieren las piuranas, restaurantes como La Paisana o el Catacaos. En La Punta, Don Giuseppe, la elabora perfecta y lúbrica. Obligados son los cangrejos y los choros. Luego el pescado, solo aquel de sabor bellaco, el machete o la cabrilla. Sé le agrega chicha de jora, pisco y atraca un buen chorro de leche de tigre. Luego, el disipado sueño del fauno.

5.

En otras latitudes, el consumo humano de gallinas no es frondoso. Al ave se la utiliza luego de sus temporadas de huevos, como insumo para el alimento de los pollos. En Lima es todo lo contrario. Según la Asociación Peruana de Avicultura (APA), para la preparación del limeño Caldo de gallina se está importando gallinas de Argentina, Brasil y Chile. Es que el plato goza de una pandemia feliz.

En Lima es poncho reconfortante y de guerrilla. El cocido es mestizo hasta sus forros y combina las pastas europeas con la papa amarilla andina. Se le añade argucias orientales, la cebolla china y el kion. Luego viene el limón árabe y el ají norteño y peruano o el rocoto volcánico de Arequipa. De ahí su carga simbólica para evitar la soñolencia sexual y la sopor hormonal.

En Lima se defiende el aserto que el mejor Caldo se prepara con gallina vieja, y aquello no es tan cierto. Valentina Barionuevo, una vieja matrona limeña juraba que la gallina debía ser jovencita pero harta culeca, es decir con prontuario de gallo. En todo caso, la sopa está prescrita contra el soponcio y los vahídos de la fe. En Lima, en todo caso, el Caldo de gallina tiene rutina, hábito y leyenda. Un valse –el género musical limeños por glándulas mamarias— es himno de las gestas criollas de la jarana. Mario Cavagnaro en su tema “Carretas aquí es el tono” se canta: “Ya iremos de madrugada / en un colepato (colectivo) hasta La Parada / A calmar la tranca asesina / con un criollazo caldo de gallina”.

En el restaurante “Lázaro líbrame de todo mal” del barrio de Santa Catalina en La Victoria; el Caldo de gallina se muestra con un toque diferente: Triple variante del caldismo nacional. El Clásico, el Oriental y el Lázaro. El caldo oriental se fabrica a partir del caldo clásico, pero se le añade jugo de kion a forro y hartas gotas de aceite de ajonjolí. El Lázaro es una versión que reivindica a la cocina amazónica. En vez de fideos, se le echa arroz. Se lañaden hojas de sachaculantro, un vegetal típico en la selva. Asimismo, en vez de papa, se acompaña con yuca. Se sirve con una porción de arroz y plátano verde sancochado. El comensal, lógico, sortea la convulsión no así el shock de la ingesta sicalíptica e impúdica.

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Pero si en Lima el Caldo de gallina es plato de antojo existen otros mejunjes con fórmula profiláctica. Al ingreso de Lima Este, en el distrito más grande de Lima, San Juan de Lurigancho, en la zona de Puente Nuevo, las carretillas ha dado paso a las tricicletas, los tacomóviles y los carritos sangucheros. Desde muy temprano se oferta un batido terapéutico-alimenticio. El juego de rana. Y la rana es anfibio decoroso de los valles serranos limeños en las estribaciones andinas. El comensal ubica su rana viva dentro del depósito líquido e iluminado, la más verdes son las mejores. Luego la diseccionan y en un santiamén la meten a la licuadora, le agregan jugo de maca y otros caldos. Al instante aparecerá jugo bermejo y espumoso. Hay que beberlo al momento. Es bueno para curar la tuberculosis y los resfríos sexuales.

Una institución es fundamental para el ego peruano, aquel ejercicio de encontrar el “huarique” (las comillas son mías) perfecto. Y dícese “huarique” al restaurante propio, recóndito e íntimo. Cada limeño también, peca de sibilino en su vademécum personal y goza por descubrir el huarique del otro. Así, el erario nacional de establecimientos en el arte culinario tiene sensualidad saporífera y enjundia de ollas matronales.

En Lima, no existiría un catastro de dónde es que se come mejor. Sin duda, pobres y ricos se unen en un solo ejercicio a sociedad secreta ante el yantar comunal. Seremos distintos pero comemos iguales. Así, el premio para el limeño cosmopolita aunque clásico, es lucir comedero personal, trago particular, sopa original y carretilla íntima. De otra manera no se puede ser limeño.

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