Es una pregunta que sin querer ha asomado durante toda la semana. Hablando del hecho moral con mis alumnos en clase, viendo una obra de teatro sobre el romance de Martin Heidegger con Hannah Arendt, reparando en un par de canciones que escuché a razón de un artículo que leí y que me llevó a pensar en esto.
Les comentaba a mis alumnos que el mayor error que cometemos con el paso de los años, es la idealización del amor. No es algo premeditado, por supuesto. Es la acumulación de relatos, historias, películas, canciones, realities, memes, tuits y demás maquinaria audiovisual que estalla frente a nuestros ojos de forma constante y repetitiva. Las telenovelas y las películas en general nos dicen que el amor es el máximo objetivo en nuestras vidas (acompañado, por ende, de la felicidad). Es tan poderoso el rodillo mental que pasa sobre nosotros, que terminamos por creer que, en efecto, el amor ha de llegar para salvarnos de todas nuestras aflicciones, problemas y de nuestra triste e insoportable soledad.
Idealizamos tanto al amor que terminamos creyéndolo más de lo que es.
Heidegger le escribe a su amada Hannah: “¿Por qué es el amor tan rico, superando todas las dimensiones de las otras posibilidades humanas, y por qué supone una carga dulce para aquellos a quienes afecta? Porque nos convertimos en aquello que amamos y, no obstante, seguimos siendo nosotros mismos.”
Creer que el amor es la solución nos hace pensar fuera de la realidad. Y la realidad, estemos de acuerdo o no, influencia dramáticamente en nuestras vidas. Heidegger le pinta a Hannah, su estudiante judía, un escenario de amor perfecto: una cabaña en las afueras de la ciudad, un rincón aislado del mundo. El mundo entonces es convulso y violento, el partido Nazi llega al poder, Heidegger es un convencido de que solo Hitler puede restaurar en el pueblo alemán la dignidad perdida. No tiene un pronunciamiento sobre el “asunto” judío. Está casado y tiene dos hijos, y es considerado una eminencia en el campo de la filosofía. Ama a Hannah, de eso no queda duda a decir de sus cartas. Pero su amor es más que todo un ideal, un hecho aislado. No está dispuesto a ceder nada en pos del amor que siente por su alumna. Su amor, simplemente, no es viable. Hannah termina siendo la primera en darse cuenta.
El amor por sí solo no funciona. Podemos enamorarnos de alguien que nos arruina moralmente, podemos estar al lado de alguien cuya vida es tan desastrosa, que termina arrastrándonos a su ruina, podemos amarnos de alguien con una vida tan compleja que solo termine sentándonos en el banco de la eterna espera, podemos enamorarnos de alguien con pocas ambiciones en la vida, o con metas personales que chocan terriblemente con las nuestras, podemos creer estar enamorados de alguien por el simple hecho de que nuestra vida no nos satisface y vivirla en soledad es casi una tortura.
Sea como sea, creemos que enamorarse es también encontrar un alma gemela. Una persona que se acople a nosotros con la perfección propia de una pieza de un rompecabezas. Creemos que el chispazo del deseo y un par de promesas iniciales son suficientes para asegurar que hemos encontrado a la persona correcta. La relación a largo plazo es la que paga los platos rotos de nuestra emocionalidad: o termina siendo una serie de desencuentros y peleas, o uno de los dos termina sometiéndose al otro, perdiendo su autonomía y su libertad.
El amor es un efecto emocional, puramente químico. La compatibilidad, en cambio, encuentra su base en el razonamiento. Es insano creer que van de la mano pues, por lo general, se oponen constantemente. De ahí que todos tenemos a ese amigo que se enamora de la persona incorrecta y cree que es necesario dejarlo todo, alejarse de todos, olvidarse de su vida con tal de poder aferrarse a ella. El resultado de este empecinamiento ha sido contado de generación en generación y sin embargo el error sigue cometiéndose. La escritora Colette decía que el amor correspondido nos vuelve completamente idiotas.
John Lennon escribió una canción épica “All You Need is Love” (Todo lo que necesitas es amor). Pues bien, Lennon, además de ser un tipo talentoso, le pegaba a sus esposas, abandonó a una de ella con sus hijos, insultaba a su agente por ser judío y homosexual. Le pidió a su equipo de filmación que lo grabara todo un día desnudo, tendido sobre su cama.
Trent Reznor, de la banda Nine Inch Nails escribió una canción no tan épica “Love is not enough” (El amor no es suficiente). Reznor, a pesar de ser un polémico frontman –basta ver sus presentaciones y sus videos grotescos e hirientes-, decidió limpiarse de las drogas y el alcohol, se casó con su novia, tuvo dos hijos y decidió cancelar giras y la grabación de dos álbumes para poder estar en casa con su familia. La letra de su canción, aunque dura, resulta estimulante.
Reznor tuvo que tomar una decisión, una decisión meditada y profunda. Tuvo, además, que someterse a un cambio nada fácil: dejar de lado una vida de excesos a la que estaba acostumbrado, pasar por un duro proceso de limpieza, afirmarse en el compromiso a las personas (su esposa, sus hijos) que tenía a su lado. Esto no fue producto meramente del amor, sino el resultado de la razón y de la disciplina, basado en el amor propio y en el respeto al prójimo.
Si el amor fuera suficiente para solucionarlo todo, Reznor no hubiera tenido que preocuparse de nada. El respeto por los demás, el compromiso con otros, la humildad para meditar sobre nuestras acciones serían cosas innecesarias, que tranquilamente podríamos dejar de lado.
El mundo ahí afuera, sin embargo, no le da cabida a la falta de reflexión.
El amor no es paliativo para los problemas. No los desaparece; los aplaza. Es como echar el polvo debajo de la alfombra hasta que explota en el aire tras cada pisada que le damos, de forma inevitable y lo contamina todo. Es como dejar la basura en al patio hasta que apesta tanto que nos resulta insoportable. El amor funciona como placebo para los conflictos de pareja, pero tarde o temprano la enfermedad se impone, y a veces el remedio real no es otro que la terminación de la relación que tanto quisimos rescatar.
Mientras el amor como acción química actúa en nuestro cerebro permitimos todo de nuestra pareja. Poco a poco el efecto decae, regresamos a la normalidad, odiamos a la persona que tenemos al lado, pero ya le permitimos todo, no podemos decir nada al respecto más que odiarla en silencio, aborrecer su llegada a casa, aborrecer dormir a la lado de ella, tratar de contentarnos con una buena comida y una serie en la TV antes de dormir sin siquiera querer tocarla. Resignarnos hasta que podamos encontrar una puerta de salida, como la que Heidegger quiso encontrar para amar a su joven Hannah, sin éxito alguno. Nuestras vidas, entonces, quedan condenadas a una rutina adicional a la de nuestra propia vida. No nos soportamos solos, no soportamos la compañía, no tenemos escapatoria. Solo sonreír con pequeñas tonterías y repetirnos al espejo todas las mañanas que eso es la felicidad.
Entonces caemos en la última mentira, la más dura y prolongada de todas: que el amor debe soportarlo todo.
El clásico versículo de la Carta a los corintios que escribiera San Pablo, pero llevado a un extremo que sobrepasa cualquier característica de la normal moral. Sí, el amor es devoción y sacrificio, pero no de manera ciega, sino meditada. La pregunta que no debe dejarse de lado es cuánto se está sacrificando y por qué. Sin esa pregunta, las personas caen en un hoyo tenebroso, el pero de todos lo que puedan existir en el breve tramo de nuestras vidas: la falta de amor propio, la pérdida de la dignidad.
Es loable, y muy saludable para la relación el diálogo y la concertación. A veces implica sacrificar algunos deseos para poder llevar un camino junto a nuestra pareja. Esto es en gran medida lo que llena de valor y le provee éxito a una relación. Toda relación echa tierra en el entendimiento y la búsqueda del bien común.
Pero hay un delgado velo que separa ese sacrificio voluntario del burdo y violento condicionamiento. Sacrificar nuestro amor propio, nuestra dignidad, nuestra salud física, nuestro espacio personal y nuestro propósito de vida solo por estar al lado de alguien termina siendo un suicidio en vida. Permitir que nuestra pareja nos avergüence, nos controle de manera descarada, nos haga escoger entre algo que queremos y ella, nos obligue a alejarnos de personas que estimamos solo para su conveniencia o satisfacción no es amor alguno en absoluto, sino mero sometimiento. Si empezamos a tolerar un comportamiento predominante, impositivo y restrictivo, entonces lejos de amar, estamos negando el amor y nos negamos como seres humanos. Rompemos las cuatro características esenciales de la virtud en el amor: La autonomía, la incoercibilidad, la unilateralidad y, sobre todo, el propósito mismo, ese que nos llevó a escoger compartir nuestra vida con esa persona, supuestamente para siempre. Si dejamos que la prepotencia de nuestra pareja nos avasalle, dejamos entonces que el amor nos consuma y, con el tiempo, solo quedará de nosotros la arrugada envoltura del ser humano que fuimos alguna vez, seremos el recuerdo de alguien que nuestros amigos no reconocerán nunca más. Nuestra esencia, apagada, quemará en nuestra conciencia evocando ese “tiempo pasado que fue mejor”, sacando de la foto a la persona que, entonces, creeremos culpables de la ruina de nuestra vida: nuestra pareja. Y no: los únicos culpables seremos nosotros, los que fuimos incapaces de poner un freno, marcar una distancia, defender nuestro espacio íntimo y, en cambio, nos deshicimos en permisividad.
El único consejo posible para hacer del amor algo único y especial es tener en cuenta que el amor no es tal cosa. El amor no es nada por lo que valga la pena algún desmedido sacrificio. La mejor manera de disfrutar del amor es eligiendo en nuestras vidas una meta propia, establecer un plan de realización como personas, alimentarnos, estudiar, leer, estimular nuestra espiritualidad: convertirnos en personas dignas de admiración. El amor encuentra su fuente en esta última virtud: la admiración. El amor sin admiración es mera posesión. El amor sin admiración es cualquier cosa: un rito de supervivencia, conformidad, intolerancia al aburrimiento, ganas de no estar solo, aprovechamiento, conveniencia, pero de ninguna manera es amor. Hay que cuidarnos de eso.
La individualidad, la dignidad y la autonomía –el amor propio-, en cambio sí son virtudes y condiciones valiosas en nuestras vidas. Y una vez que las perdemos, perdemos nuestra capacidad de amar, y nos extraviamos en una vida mustia y lóbrega.
Martin Heidegger le escribe a Hannah Arendt: “Todavía, creo yo, no nos hemos familiarizado con las leyes silenciosas de la singularidad y de la fortaleza del corazón, necesarias para mantenerse grandes en ellas. Pero quizá aún nos esté dado precisamente pensar estas leyes y fundar a partir del amor. El hecho de que el amor precise del amor es más esencial que todo necesitar y apoyar.
Pero Heidegger nunca llegó a estar con Hannah, y todo se diluyo en medio de la mera ilusión y el gran golpe de la realidad. El amor que sintieron entre ellos, aunque inmenso, nunca fue suficiente.