Un día me comisionaron entrevistar al pintor José Tola. Por aquella época, estamos hablando del año 1998, Tola más hostil y rayado que ahora, negaba entrevistas todo el tiempo, y la última que dio, fue para el programa de César Hildebrandt, lo hizo con granada en mano. Así que todos en la redacción me vacilaban. Era mi prueba de fuego. Si pasaba eso, podía pasar cualquier cosa. Solo tenía una semana.
No exagero al decir que lo llamé unas cincuenta veces, nunca contestó. Los días iban pasando, y quedaban apenas 72 horas para el cierre, y yo sin una fecha, estaba fregada. Así que justo cuando me preparaba para contarle al editor de mi ineludible fracaso, Tola me llamó. Su voz detrás del auricular era entrecortada, como si estuviera ebrio.
– Yo no doy entrevistas, y menos para tu medio. Solo te llamaba para decirte eso.
Si hago un paréntesis aquí, puedo decir que trabajaba para una conocida revista de espectáculos y sociales. Su director, era un periodista regordete que varios años después se descubrieron sus influencias con el Fujimontesinismo a través de los conocidos vladivideos, pero esa es otra historia.
Entonces, le respondí:
– Si se refiere a la revista, es coyuntural, yo no soy igual a ellos.
– ¿Y qué haces allí, niña?
– Sobrevivo. Todos aquí me odian porque leo.
– Soltó una risa y me preguntó ¿qué lees?
– Últimamente a Hermann Hesse.
– El escritor de adolescentes, es un buen autor para sobrevivientes.
– ¿Usted lo ha leído?
No contestó. Era obvio, esa pregunta estaba de más. Insistí.
– Señor, ¿cuando cree usted que podríamos hacer la entrevista?
– Puedo mañana, a las 7 pm, en mi taller, apunta la dirección, y colgó.
Me quedé en una nube los siguientes 30 minutos, José Tola me había llamado y había aceptado una entrevista conmigo. Me sentí Oprah Winfrey diciendo “la frase” que haría emocionar a más de uno cuando lean mí entrevista una vez impresa. Emocionada por el suceso fui a contarle al editor, la gran noticia.
– Bien, pero no quiero una entrevista sobre su arte, ¿entiendes, no?, enfócate en su onda de loquito o fumón. No sé, pregúntale si sería capaz de matar a alguien o si ya lo ha hecho. Busca la carnecita.
– Pero, Lalo, Tola es un gran pintor, ha ganado muchos premios, y lo de excéntrico es solo una faceta, hablar sobre si es fumón o loco, ¿no sería como faltarle el respeto?
– No chibola, eso se llama libertad de expresión. Sentenció con unos enormes ojos.
Ahora entendía bien todo, la gran entrevista iba a girar en torno a su lado más polémico y controversial, su vida privada. ¡Cómo no lo vi venir!, miré la revista, la empecé a ojear y vi mi cruda realidad: trabajaba para una revista de espectáculos, ¿Qué más podía esperar?
Llegó el día, alisté la grabadora de mano, le puse pilas nuevas. Si la memoria no me falla, la revista quedaba por Comandante Espinar y el taller de Tola en Bolognesi, fácil eran como diez cuadras de distancia. Recuerdo haberlas caminado despacio como intentando no llegar nunca, en el camino con mi libretita en mano iba repasando lo que le iba a preguntar. A mis escasos 18 años, estudiante de derecho, aprendiz de periodista, y en mi primera chamba, era obvio que tenía que hacer eso.
Llegué. Toqué el timbre y a los pocos segundos salió su mayordomo.
– Usted es la periodista ¿no?
– Así es, y en una hora vendrá el fotógrafo
– Bien, me dice el señor que le entregue esto, que lo lea primero, y luego que suba, ve esa escalera, es allá arriba, él la esta esperando.
El mayordomo seguía allí parado impávido, esperando que abra la carta y la lea. Abrí la carta:
Mientras la peinaba ella se suicido entre mis dedos.
(A una niña de largos cabellos azules)
Te escribo 14 horas antes que llegues porque no se si mañana podre recibirte o contestar tu entrevista sobre: USTED. Mal tema. Mala pregunta. Usted, usted o ud., y lo uso como un término despectivo. Implica asco, repugnancia xxxxx
Me puse de mil colores. Estaba avergonzada. Era la peor periodista del mundo. Me imaginé a Barbara Walters y Oprah Winfrey riéndose en mi cara al unísono con el mayordomo. Era un fracaso.
– ¿Desea subir, aún? Me dijo cachosamente el mayordomo.
– Sí. Le dije casi titubeando. Mi destino ya estaba marcado. Igual ¿qué era lo peor que me podía pasar?
Subí por las escaleras de caracol, que en ese momento parecían interminables. Llegué al taller, la puerta entreabierta, todo estaba a oscuras. No sabía cómo llamarlo, así que inconscientemente dije: ¿Señor Tola?
En ese preciso momento se encendieron las luces. En frente mío, pendía del techo una muñeca tuerta (tipo la novia de Chucky), que parecía decirme: ¡Esto te sucederá!
Y en eso lo vi, sentado sobre su sofá con su típica mirada inquisidora armado con una metralleta a la que acariciaba como si fuera un lindo gatito, murmuro con esa voz que parecía más un susurro gutural «es por si me vuelves a decir algo estúpido».
Sabía que cualquier falso movimiento de mi parte, o dicho de otra manera, cualquier palabra mal dicha, y Tola no dudaría en jalar el gatillo de su fiel amigo que parecía acariciar con tanto placer.
Piensa en algo inteligente, piensa en algo inteligente… me repetía. ¿Qué podría hacer Barbara Walters u Oprah Winfrey en mi lugar?
Y por alguna razón, se me vino a la mente que la noche anterior, había hecho una especie de cuento, cuyo protagonista era justamente él, Tola. Y le dije, que yo también había hecho mi carta. Eso pareció causarle gracia, y se la leí.
No recuerdo, exactamente que contenía, mi instinto de supervivencia me hizo inventar cualquier cosa, Tola sonrío gratamente. Y así de simple, rompimos el hielo.
– Hablamos el mismo idioma entonces, que bueno saberlo. Hesse, deberías usar ese apellido más a menudo. Así, sabrán los entendidos que no por escribir en esa revista de mierda no tienes contenido.
-¿En serio?
– Hombre, Helen Hesse, suena bonito además.
– Lo tomaré en cuenta, gracias.
– Algo más, dame tu grabadora, no permito que nadie me grabe. Es una cuestión de principios, ¿entiendes?
Asentí con la cabeza. El encendió su cigarro, y me pregunto si bebía, le dije que sí, lo cual era totalmente falso, recién salidita de un colegio de monjas, lo máximo a lo que había aspirado era un par de chelas en la fiesta de promoción. Por el intercomunicador Tola le dijo a su mayordomo que subiera un vodka con jugo de naranja y hielo.
Ahora que estaba más tranquila, pude mirar la habitación, mi mente ya no se enfocaba en la metralleta ni en la muñeca tuerta ni en la granada. A este nivel supe que no terminaría asesinada. Así que podía respirar tranquila. En su biblioteca atiborrada de libros, llamó mi atención, la colección de libros de Hermann Hesse, junto a la de William Blacke, Burroughs, y los poetas malditos. Tola, los había leído a todos.
Y a medida que las canciones de Bob Dylan iban coloreando nuestra escena, Tola comenzó a contarme sobre sus viajes, de su pintura, de su vida, de sus demonios, de sus infiernos. Y yo con apenas dieciocho años, lo escuchaba medio zombi, intentado comprender desde mi escasa experiencia juvenil su pasión obsesiva compulsiva por su arte, que para él era su esencia, su alimento.
Y quizás, ahí en ese momento, mientras escuchaba a Tola, me embebía del vodka con jugo de naranja y Dylan cantaba, yo decidí ser periodista. Ser periodista cultural. Quizás porque en ello, yo también encontraba mi esencia, mi alimento.