La relación de los protagonistas en la película The Master (Paul Thomas Anderson, Studio City, California, EE. UU., 1970), tiene algo extraño, es compleja, se hace difícil definirla con exactitud. Una mezcla de situaciones cercanas, de cierto modo, al afecto parental, a la devoción que se le hace a una figura casi sagrada, a la entrega irracional –y pasional- a un líder, a la confianza puesta en alguien que se cree puede salvarte –redención moral-, o sacarte de los aprietos que se pasan –el desempleo, la carencia de recursos. De manera confusa y a veces tirante, estos aspectos forman la relación entre Freddie Quell, el ex soldado que transita entre el alcohol y la demencia, y Lancaster Dodd, el líder religioso de “La Causa”.
Una relación surgida del “azar”, planificada por el director-escritor y su equipo, lleva la marca inicial de la conveniencia. Quell, después de una serie de empleos de los que ha sido despedido o se ha ido –huye del último para evitar una denuncia por envenenamiento, preparaba licor adulterado-, se introduce en un barco en donde se lleva a cabo una fiesta de compromiso -un matrimonio-, con el objeto de comer algo y quizás seducir a una chica. Allí será descubierto, pero al mismo tiempo “rescatado” por su benefactor, el patriarca de la familia, quien le dará la bienvenida a su clan e iglesia. Una simpatía instantánea, podría decirse. No hay detalles sobre lo que los une, ni explicaciones puestas en palabras de los personajes, más allá de vagas referencias a la caridad cristiana y al gusto por el trago. En el proceder de cada uno, se contraponen la elocuencia y extravagancia del predicador, frente a la cortedad e iracundia del soldado. De todas maneras Quell aceptará su guía. Realiza tareas y ejercicios “espirituales”, defiende a Dodd, ataca a quienes lo cuestionan, incluso si son su propia familia o colaboradores. La idea de “salvación” parece tentar al análisis, pero es difícil mantenerla cuando el ex soldado es evidentemente repudiado por la mayoría en el entorno del predicador, incluyendo a la esposa, que lo soporta muy a su pesar, y quien es además el sostén racional de la iglesia, no solo en lo organizativo, sino encargándose también de controlar los excesos de su esposo.
Pero algo parece atraer a los personajes, más allá de la necesidad inicial en Quell, o del apego casi paternal de Dodd hacia su nuevo protegido. A cada uno lo impulsan objetivos distintos: sustento, darle sentido a su vida, obtener reconocimiento. Un personaje explora su espacio con una mirada extraviada y curiosa, que al mismo tiempo muestra desconfianza; mientras que otro, narcisista y con una retórica desbordada, no parece preocuparle la incoherencia. La “cura” que ofrece el predicador (algo así como sacar al verdadero yo que hay en uno), basada en ejercicios interminables e inexplicables, se diluye en sus repeticiones, agotando el sentido, así como agota a sus participantes, quienes aparentemente, vencidos por el cansancio, parecen asumir todo aquello que diga su líder. Es una puesta en escena que intenta forzar los límites de una realidad que fácilmente podría ser reconocible. La película transmite una sensación de ensueño en las reuniones, fiestas y conversaciones grupales, en las que solo parece despertarse cuando Dodd es confrontado por alguien. (La cámara filma con movimientos lentos, y se ubica en muchas secuencias ligeramente debajo de la línea en que se encuentran los personajes, como si el ojo que los viera fuera el de un niño sentado, alguien al mismo tiempo cercano, que está aprendiendo y observando, pero que aún no está totalmente integrado. Quell podría ser ese muchacho aprendiz, solo que mira su propio deseo, al imaginar a una joven prendada de él o a los invitados desnudos disfrutando de la música).
Así el encuentro entre estos dos personajes, los ayuda a satisfacer ciertas “necesidades”, al menos por un rato. Dodd tendrá una fidelidad –que le permitirá también una relación de dominio incuestionable-, que no podrá hallar en ninguno de sus colaboradores. (Quizás solo en su esposa, aunque ella sea más bien una “convencida” por cuenta propia y no está sojuzgada). Pero sus “teorías” se volverán cada vez más obtusas, disparatadas, incluso contradictorias, lo cual es señalado por varios de sus seguidores en diversos momentos. De ahí que la “tarea” autoimpuesta de “sanar” a Quell sea parte de su propio desvarío, de su delirio omnipotente. Por su parte, el ex soldado transita desde una actitud pragmática –material-, hasta el intento de volverse creyente, a pesar de que el discurso del “maestro” no tiene sentido para él. (Los primeros planos evidencian al hombre enredado en sus propias palabras –gozando-, frente a aquel otro confundido, forzándose a aceptar algo que no puede entender). De este modo, la película va discurriendo en un conjunto de hechos-secuencias en donde la crisis del “movimiento religioso” se ve como producto de una serie de problemas legales, con la policía, financieros, de convocatoria y personales (los vicios de su propio líder). Al mismo tiempo, la recurrencia del alcoholismo y la violencia de Quell, aparecen como signos del vínculo resquebrajado. Roto el encanto, nada queda de lo que vivieron discípulo y maestro. (Y tampoco parece supervivir ninguna clase de afecto. Una discusión entre ambos, estando en la cárcel, resulta esclarecedora respecto a sus mutuas decepciones). Después de un corto “periodo de prueba”, Quell será expulsado de la secta, como un último gesto de autoridad de Dodd sobre él.