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SIN QUERER, QUERIENDO

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El barrio de mi infancia era peculiar: un pasaje ancho –o una calle angosta, sin pista-, con faroles y jardineras alternándose cada dos escaques (delimitados por ladrillos rojizos) y una plazoleta  con 4 bancas y un árbol frondoso que solía salvarnos en el verano. En esa calle jugamos todas las tardes, fuimos futbolistas, soldados, robots; nos escondimos, nos chapamos, nos ampayamos, también nos contamos historias de terror. En esta vecindad, los adultos se tocaban la puerta para pedirse una taza de azúcar o una pizca de sal, también para prestarse una corbata y la prensadora de papas, la plancha y la manguera.

De vez en cuando ponían tranquera en las esquinas y montaban un estrado para celebrar alguna fiesta cuya razón ya no recuerdo, pero incluía música en vivo, poesía, bailes y cerveza, mientras nosotros aprovechábamos en jugar e irnos a otras calles, o atrincherarnos en una casa chonguear. Había, como en todo barrio, el niño rico –el de los juguetes envidiables-, la madre que soñaba con vivir en un mejor lugar y para quien resultábamos una chusma, por lo que no dejaba que su hijo se juntara con nosotros; la niña con chispa que solía timarnos y que no se dejaba intimidar por nada; el señor que pasaba todo el día leyendo el periódico, sentado en la banca, y la señora que parecía ser una bruja, pero cuyo corazón era tan grande que muchos lloramos su partida casi sin conocerla, pasaba el ropavejero, el botellero, el lechero, el frutero, los afiladores de cuchillos con su silbatito y los tipos que canjeaban pelotas ponchadas por pollitos.

En este mundo de chismes y chanzas, estaba también el niño que era más pobre que el resto, que vivía en un lugar más chico que nuestras pequeñas casas, que no tenía padre y cuya madre lo tenía en el olvido, y que de alguna manera se las ingeniaba para siempre estar con nosotros. Después de jugar, a la hora de la merienda, cuando el pan caliente, la mantequilla y el vaso de leche con Nescao, nos acompañaba en la mesa, en el televisor se empezaba a escuchar una versión singular de una pieza de “Las ruinas turcas” de Beethoven. Entonces todos en casa reíamos a carcajadas, con esa risa primigenia en respuesta a un humor sencillo y torpe, que recurría al absurdo o a la confusión para hacer efecto, y que hacía del chasco y del chascarrillo su leitmotiv.

Esos niños de la televisión eran chavos; nosotros éramos chiquillos, y nos parecíamos tanto que empezamos a hacer nuestras ciertas frases que hasta ahora no puedo olvidary que incluso –sin vergüenza alguna- todavía uso. No quedaba ahí la maravilla, pues en la televisión de mi infancia existía también el héroe esmirriado que enfrentaba sus miedos para ayudar a los desvalidos que invocaban su nombre con angustia, y que aplaudían su presencia y su brevísima arenga para combatir al enemigo “¡síganme los buenos!”.

Los villanos, se supone, eran los más temidos, crueles y salvajes, cuyos nombres los retrataban de cuerpo entero: “Rascabuches”, “Tripa Seca”, “Alma Negra”, Cuajinaís. Pero si me lo preguntan, yo disfruté a Chespirito, sí, con el Chavo y el Chapulín, pero sobre todo –y aunque pocas veces lo transmitían- con sus descocadas versiones de la literatura que para entonces empezaba a interesarme (o fue quizá que gracias a él empezó a interesarme la literatura). Siempre me maravillo, como lo hice en mi niñez, con la versión chacotera de Don Juan Tenorio, con esa rima imperfecta pero hilarante que me llevo a hurgar los libros de poesía; o la de Juleo y Rumieta, el Chirrín Chirrión del diablo y Don Quijote de La Mancha, que de alguna forma narraban una historia que, de otra forma, muchos no hubieran siquiera conocido.

Vi a Chespirito actuar de Hitler mientras mi papá me traía noche a noche, los breves suplementos coleccionables de la segunda guerra mundial de Salvat, y recibí otras tantas clases de disparatada historia que luego pude enderezar gracias a los libros. Aprendí algunas palabras que nunca se usaban en el vecindario: aguacate, huachinango, chichicuilote, chanfle, chango, y disfruté con mayor entusiasmo, en los años en que la calle me quedó chica, de sus otros personajes, empezando por Chambón, y hasta con el demente Chaparrón, cuyas cuotas de insana sinceridad (“¿Ya se va?”) alimentaron mi odioso sarcasmo.

No podría pensar si Chespiritole hizo bien o mal a la cultura –pregunta que está copando noticieros y redes sociales- no puedo tampoco hacer una crítica objetiva de su trabajo, o quizá podría, pero aunque a veces suelo ser cruel con los alimentos de mi infancia, hay líneas que no puedo –no quiero- traspasar, porque matar al niño es morir en vida, y es algo que no me permitiría, ya que es lo único que me salva de una ancianidad tan acusada en mí, incluso entre los de mi generación.

No lo haría tampoco, porque sé cuán difícil es hacer reír. Llorar es algo sencillo en este mundo salvaje y cruel, llorar es algo que podríamos hacer día a día. Pero una sonrisa es una tarea compleja, sobre todo cuando eres un muchacho que prácticamente vive en un barril, cuando tus navidades son de platos vacíos y juguetes viejos en medio de la indiferencia de los que te rodean, aunque de vez en cuando un alma caritativa te salve el día con algún regalo o un plato de comida. Sé que para muchos Chespirito no ha sido solo humor, sino esperanza, y no tengo todavía tan frío el corazón como para apagar esa pequeña llama que él ha sabido mantener encendida por años. Más aún, no me siento en derecho de arruinar algo tan grande como lo que él consiguió: que muchos niños hablemos un solo idioma, un lenguaje universal, amable y cargado de bondad, un lenguaje que hubiera podido integrarnos si algunos adultos se hubiesen dejado contagiar por esa magia que el universo de Chespirito brindó en el tiempo que estuvo al aire.

La obra de Roberto Gómez Bolaño se convirtió en una pausa para el trajín diario, con un efecto parecido a la voz de Lale Andersen cantando Lili Marleen entre las trincheras de la guerra en Europa, imponiendo la paz en uno y otro bando, si bien la salvaje codicia de unos cuantos los invitaba a matarse una vez más. Pero Chespirito, en su época, alejada de tanques y cañones, intentó acercarse a los que debíamos tomar la posta en este mundo imperfecto. Quiso brindar (es notorio, incluso forzado en muchos de sus episodios) una visión amable de la vida. A algunos, como es mi caso, nos ayudó a abrir un libro, a consultar un diccionario, a querer componer rimas y coplas, tocar la guitarra, jugar sin reparo, hacer reír a otros y asomarnos a saborear la locura, sin temer ser niños por siempre, sin temer parecernos a esos adultos que en el set de televisa supieron darle tanta ternura a sus personajes.

Amado y odiado, Chespirito ha dejado este mundo. Hay quienes lamentamos su partida, hay quienes se cuelgan de ella para decir algo, hay quienes han salido a patear su recuerdo vaya a saber por qué insana razón. Hay de todo y era, como en toda vecindad, algo predecible. Su trabajo perdurará algunos años más, aunque ya va sabiéndole a viejo a muchos nuevos muchachos y es evidente: lo noto en el barrio de mi infancia, que ya no es más el lugar aquel en el que crecí, sino que vive ahora en silencio, rodeado de supermercados, clubes y grandes restaurantes, ensordecido por el claxon de los autos, y los niños juegan ahora en campos cercados, y en algunos casos los padres pactan citas para que ellos se reúnan sin conocerse, casi forzados, apretando los botones de un aparato que brinda un mundo con las alternativas contadas, que atonta en lugar de despertar, y que hace de aquella distante calle un recuerdo en blanco y negro que sé que en algún momento desaparecerá por completo. Habremos quienes lo defendamos, incluso llegando al absurdo romántico del “todo tiempo pasado fue mejor”. Esas son cosas que solo pueden ser inspiradas por un gran artista, y para bien o para mal de la cultura, Chespirito lo ha intentado, prefiriendo estar “muerto antes que perder la vida”

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