Literatura

«Sin mirar atrás», un cuento de Gabriel Rimachi Sialer

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No sé cuándo empezó todo esto. Hace dos años que no consigo trabajo y mi vida se ha ido deteriorando poco a poco, lentamente, sutilmente, hasta convertirme en esto que ahora soy: un triste y pobre remedo de mí mismo.

Silvana sonrió tras el teléfono: te veo en media hora en el McDonald´s, y después… ya sabes.

Ahora tendré que ir a toda prisa por la avenida, atravesar corriendo el Central Park, cruzar rápido a la vista de todos los que mendigan un poco de afecto. Johny me mira y sonríe con displicencia (quizá con envidia), corro como un demente entre los árboles, sabe que veré a Silvana y que de ella dependen los dólares para seguir viviendo. La señora Carlson me saluda a duras penas levantando el brazo (¿o pedirá ayuda?); desde ayer sigue tirada entre los arbustos. Los negros de la octava creen que acabo de robar algo, mi velocidad es espeluznante, como el pavor al hambre. Todos están tranquilos. Saben que tengo novia y que además me mantiene porque lo ha gritado en medio de la avenida cuando le pedí unos dólares para cerveza. Saben además que le gusta el sexo que tenemos porque se los he contado con detalles. Les mostré algunas fotos, para qué mentir. Sexo fuerte. Rico. Sin ascos. Sólo sensaciones límite. Polos opuestos, dicen. A veces me pide que la abrace muy fuerte, pero no puedo. La ternura la olvidé en alguna parte y no me interesa recuperarla. El tiempo corre y yo también. Llego a la pileta. Roy y los italianos me hacen señas, pero hoy no quiero ir de putas. Sólo quiero llegar al maldito McDonald´s y devorar una de sus asquerosas ofertas.

Hace cuatro días que no veo a Silvana y hace cuatro días que no como. Bebo cualquier cosa y observo las formas de las nubes. Ayer descubrí un cocodrilo en el cielo. Quisiera ser un cocodrilo para matarla a dentelladas. Pero estoy tan débil que fácilmente se haría un par de botas y una cartera con mi pellejo. Por eso sigo corriendo, sólo unos metros más.

Frankie me saluda desde el hidrante donde mean los perros, me hace señas con una botella sellada de vodka, hoy tampoco beberé contigo, hermano, sólo quiero comer. Cruzo la avenida, el parque es enorme. Estoy sudando, me demoré cuatro minutos. El tráfico es endemoniado a esta hora, dos cuadras más y ya, ya la vi. Ahora tendré que oírla gritar por media hora más antes de hincar los dientes.

Grita, grita y grita. Ya sé, ya sé que soy un mantenido, que estás cansada de darme de comer y que te da vergüenza que no tenga ni unos centavos para el pan, pero todo esto va a cambiar, ya te lo he dicho, sabes que cuando me indemnicen del army, todo cambiará, entonces te compraré la maldita cadena McDonald´s para que te la metas por el culo, con todas sus salsas, pero ahora sólo cómprame la oferta, por favor, que tengo hambre.

Pide lo que quieras –dice sonriendo— hoy vendí tres… Ya no la oigo, el hambre es un zumbido que quiebra mis oídos, me siento mareado, veo las pizarras multicolores con comida en letras. Ya sé: quiero… Pero ya pidió por los dos y, como siempre, me toca la peor de todas: llena de pickles, salsa de tomate y tamaño junior. Sabe que odio esa oferta, que me irrita el estómago y me produce gases. Pero ella paga. Igual me la comeré. Comería lo que sea, incluso esa mierda de hamburguesa. Ella comerá un plato especial que de sólo verlo me hará odiarla más. Esta noche te golpearé tan fuerte las nalgas que no podrás sentarte en días, ya verás… y como…

Ella habla y habla. Si el cartón no hiciera daño me comería la caja, y el sorbete y el vaso de tecknopor. Me quedo de hambre. Salimos. Me mira y sonríe. ¿Estás lleno? Sí. Pero sabe que no es cierto. Detiene un taxi y viajamos al hotel. Lo paga con un Roosevelt. Da propina. Entramos al edificio justo cuando el ascensor abre sus hojas y me empuja dentro. Ya me tiene. Me besa con la lengua fuera de control. No quiero ni tocarla. Me vuelve a besar, baja por el cuello, huelo a sudor pero parece no importarle: levanta mis brazos y aspira mis axilas. Muerde una tetilla, aprieto los labios. Sigue besando y lamiendo. Se arrodilla y juega con mi bragueta. La abre mirándome fijamente y cedo. El deseo crece con violencia. Siento su boca y cierro los ojos. El placer inunda mi cuerpo y el ascensor se abre. Ella sale corriendo tomada de mi mano. Estoy en el pasadizo con la pieza fuera. Quiero guardarla pero ella se divierte viendo cómo, poco a poco, con el aire ajeno del corredor, mi moderada vanidad se sonroja y empequeñece, tímida, derrotada.

Busco las llaves y entramos. Me tira al suelo de espaldas, ahora ella tiene el control. ¿Alguna vez lo perdió? (¿Dónde lo perdí?) Nos arrastramos por el suelo sucio, el polvo se adhiere a mi espalda húmeda, se levanta la falda y retirando apenas su trusa con el dedo índice, se sienta sobre mi resucitada virilidad. Comienza a moverse en círculos, me araña el pecho, gime como una loca, cierra los ojos, se estira los pezones con fuerza y tira la cabeza hacia atrás, quiero ponerla boca abajo pero me gana, me ganan las ganas de sentirla y viene, ya viene, no pienso, ya viene, falta poco. De pronto ella se pone de pie. No estuvo mal –dice agotada— ¿Te veo mañana? Se peina frente al espejo. Busca su bolso mientras sigo tirado en el suelo con la pieza al aire y el orgullo frustrado. ¿A la misma hora? pregunta. Me abrocho los pantalones y salimos juntos.

El ascensor baja lentamente, enciende un Lucky, salimos del edificio. Me besa y se va. Corro tras ella. La alcanzo a unos pasos ¿Me regalas cinco dólares? Tuerce la boca y mirándome con desprecio abre su cartera. Busca entre el fajo de billetes. No tengo cambio –dice y se marcha. No importa, ya le saqué veinte mientras se peinaba. Veo a Frankie que en la acera de enfrente, me hace señas con la botella sellada de vodka. La observo alejarse y detener un taxi. Frankie insiste desde lejos. Cruzo la pista en dirección opuesta a Silvana y avanzo, sin mirar atrás.

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