Un maestro del cine mundial que nació en Polonia un 27 de junio de 1941, en plena segunda guerra mundial, desde niño se acostumbró a ver los uniformes de los solados, creció en un barrio modesto de Varsovia, su padre fue un ingeniero que sufrió de tuberculosis y su madre una administradora que amó con locura; desde chico el teatro fue una de sus pasiones, se enamoró en verano con esos amores que queman, por lo cual no dejaba de ir ningún día al teatro. Kieslowski estudió cine y teatro en Lodz, en 1968 comienza a realizar documentales, la forma de ver la vida había cambiado. A finales de los 80´s realiza “El Decálogo” una obra dividida en 10 partes para la televisión polaca, basada en los diez mandamientos, pero contada con una provocadora genialidad que despierta a los ángeles y demonios de este tren de la vida.
El decálogo IV se inicia con hermosas notas musicales que manejan el tiempo, que perfuman cada espacio para entender que algo está por despertar, entre sombras se siente la calidez de un hogar, pero también una tristeza que se ahoga entre la luz amarilla y los cuerpos cansados de tanto extrañar sentir. Kieslowski inserta con frescura la primera pieza del juego, el libido invade la carne, al deseo le crecen brazos y pies, mientras lo prohibido se descascara con la luz del amanecer. Un padre y una hija son los personajes de una historia, que nos recuerda a la tragedia contada por Sófocles “Edipo rey”. Kieslowski representa este deseo sexual mediante una hija ya convertida en toda una mujer, nos provoca con gestos y símbolos que calientan la respiración hasta caer en el juego. Ella con el paso de los minutos es presa del deseo, esclava de una obsesión que recorre su piel y sobre todo una fantasía que vive entre sus piernas.
Utilizando el cuarto mandamiento “Honraras a tu padre y madre” Kieslowski nos habla sobre la moral, sobre una sociedad hipócrita que se golpea el pecho para pagar las culpas y calmar el deseo sexual que vive en casa como un potro salvaje, nos provoca recordándonos a Nietzsche que nos dice que la única forma para convertirnos en súper hombre es ir contra de la propia naturaleza, dando muerte a la moral. Todo un juego de deseo que se sostiene en una carta, en la curiosidad que provoca la imaginación y la imaginación que se alimenta de los cuerpos y las caricias de la infancia.
Con ritmo extraordinario recorre la casa observando lentamente cada espacio, cada sombra, sin encontrar culpa, sin remordimientos, Kieslowski nos maneja como una cometa de papel, soltando el hilo para dejarnos volar y jalándolo para enmudecernos provocando las más variadas sensaciones. Sus personajes parecen fríos, pero llevan un fuego que les quema la sangre, las miradas golpean la línea narrativa, acompañada de símbolos en toda película, desnudando lentamente toda moralidad de la historia contaba en 55 minutos.
La fotografía sorprende con cada fotograma que contiene una fuerte sensibilidad humana, la luz y las sombras tiene su propio lenguaje, se entrelazan como una romántica pareja que se ocultan del mundo, casi toda la película esta filmada en interiores, en ese jardín que no se parece al paraíso pero que se peca de la misma forma. Recordando el pasaje bíblico, otra vez es una mujer es la que intenta hacer pecar al hombre.
Provocador por antonomasia, con un lenguaje simple que permite entender con detalle la continua fantasía de un juego que nace en un papel y termina purificado por el fuego. Un director agnóstico que se atrevió a contar la oscura realidad social de una época ultra conservadora.