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“Siete semillas”, un mal chiste a las finas hierbas

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Acabo de regresar de ver 7 semillas, dirigida por Daniel Rodríguez Risco. El guión fue escrito por Daniel y su hermano Gonzalo Rodríguez Risco y es el último producto modelado por la máquina de impresión 3D llamada TONDERO,  a quienes hemos mal acostumbrado durante los últimos años a recibir nuestro dinero aun cuando ellos nos advierten de lo contrario al entregarnos trabajos de surrealismo puro, poblados de  personajes que no convencen al espectador y una trama que solo hace que el cine peruano confirme su condición de fábrica de humo verde, mientras apreciamos inertes la fachada de la gran mentira del siglo: Existe una industria cinematográfica peruana.

Y es que siendo sinceros, es particularmente fácil resumir el esquema de esta película: Cachín rodeado de buenos actores. Y ya decir eso es bastante generoso, ya que es notorio el disfuerzo que la mayoría del reparto se ve obligado a realizar para encajar en papeles esculpidos con una corta uña y encuadrados en una trama que convierte al espectador en un cenicero viejo, un homúnculo que carece de la parte del cerebro donde se procesan emociones fuertes y giros narrativos inesperados, o en todo caso se encuentra entumecida a causa de la iteración de blandura y modorra en el cine peruano de los últimos años.

La película comienza medianamente ordenada, y es justamente en este opening donde empezamos a observar y analizar los primeros trazos o atisbos del poder actoral de Carlos Alcántara, al cual vemos intentar dibujar a un empresario curtido por los años de trabajo, la lejanía con su familia y su adicción al cigarro; gama de emociones que Cachín sabe no transmitir al público. En su lugar, lo que nos bosqueja son los primeros minutos de un tipo amargado, el cual no puede mover el rostro de manera correcta a causa de una parálisis facial fabricada en la sala de reuniones de Tondero y auspiciadores.

El desarrollo de la trama sufre de la misma rigidez pues se empieza a formar (o deformar) de manera abrupta, sin ofrecer demasiada dimensión en torno al origen del problema físico que inicia su travesía por las enseñanzas filosóficas de oriente, y descarga su punto de inflexión en un baño de restaurant. Hasta aquí, las actuaciones de los inversionistas chinos y los accionistas comparten la unidimensionalidad de Carlos, al cual salvan por hacerle el favor de no brillar actoralmente más allá del espacio asignado por los productores de la cinta,  y finalmente obligan al público a buscar con un poco de desespero la justificación para sus 15 o 10 soles invertidos en la boletería.

Es luego de estas pequeñas agonías donde podemos entonces, conocer al resto del elenco. Lamentablemente también, es donde Carlos se va alejando más y más de la película hasta tomar una distancia irreversible; aquí empiezan a aparecer actores de verdad y sus papeles a tomar alas, salir por la ventana y adquirir una trama propia: la del esfuerzo desmedido por encajar con el talento promedio del reparto y la evolución forzosa de sus personajes. Salvo excepciones, claro.

Por su parte, Carlos nos cuenta una segunda historia, la del comediante atrapado en unos zapatos demasiado grandes, donde ni sus ademanes ni sus disfuerzos para parecer un empresario serio y añejo nos pueden hacer olvidar por un momento que es precisamente el Cachín de toda la vida, ataviado con un terno dos tallas de más. En este contexto hay que hacer especial mención, como ya comenté, a gratos esfuerzos que evidencian trabajo metódico y hazañas dramáticas como los de Jely Reátegui, actriz teatral que desde el primer momento transmite fielmente, ayudados con su angel natural, las preocupaciones, sentimientos y en sí la idiosincrasia de una asistente fiel, cuyos años de servicio transpiran real ternura a través de un rostro modesto y maternal.

Entre estos infrecuentes destellos de magia, surgen las primeras escenas de Cachín junto a su esposa, hermano, hijo y universo laboral; Podemos empezar a vislumbrar el tono que marcará  toda la película, y el viaje que emprenderá Carlos de la mano de Javier Cámara, cuyo trabajo actoral sorprende pero no basta para implementar la dupla a la película, pues lamentablemente su rango actoral lo hace levitar unos centímetros por encima de Cachín, casi logrando inyectar la química que le falta al actor peruano para hacer un equipo narrativo agradable y estoíco ante las vicisitudes del desafortunado guion.

El resto de la película transcurre de la manera que usted se imagina, la cual no detallaré porque estaría contando la historia de diez películas en una. Al mismo tiempo no quisiera entrar en más spoilers porque esa no es mi intención ulterior, por lo cual me dedicaré a mencionar algunas escenas que me parecieron incómodas o con las cuales pudieron haber hecho un mejor trabajo si le hubieran echado un poco más de carbón a la máquina de vapor.

La escena donde Cachín debe sentarse para hablar con el maestro por primera vez. Pudo haberse convertido en una oportunidad para mostrar el lado de Carlos que tanto gusta a la gente, el humor físico y despreocupado que no incurre en groserías pero que despliega una suerte de torpeza empática, como guiño o intención de comunicar al público que el actor ha sido elegido por algo más que su marca personal, para sincerarse con el respetable y gritar solemnemente: Aquí está su machín, aunque sea por unos segundos. Desafortunadamente no lo dejaron tomar ni siquiera esa licencia, por lo cual la mayoría de sus gags finalizan con un ápice de candidez, cosa que no permite generar una risa sincera, pero tampoco  que la narrativa prosiga su obligatoria seriedad. Una lástima.

La escena donde patea la maceta. Esta, que tiene como misión marcar la rivalidad entre el empresario frustrado y el reflexivo, lo que logra es evidenciar el pobre rango actoral de Cachín, pues si bien se construye ordenadamente, con una fotografía decente y un plano mesurado, la forma como finalmente su cuerpo transmite la desesperación por no ver germinada la semilla es prácticamente digna de un stop-motion. Un compromiso por completar la escena de la manera menos incipiente posible. Es curioso anotar que casi toda la taquilla con la que compartí el suplicio,  se sintió mal y soltó un ahogado “NOOOOO” al acabar la toma, lastimosamente fue más por la manera infantil, abrupta y tan inesperada en la que reacciona el actor, que por una conexión con sus sentimientos. En resumen, parecía más un detrás de cámara que la toma final.

Quisiera aclarar que, pese a todo indicio de lo contrario, no es mi intención sobre poblar esta crítica con injurias hacia los dotes actorales de Cachín, porque ignorando lo demás sí tuvo sus momentos de lucidez dramática, como la escena donde abrió la caja que le había dejado el maestro, donde hace la labor de comunicar sus sentimientos para con lo acontecido al público, de manera correcta. A su vez, en la última escena donde se encuentra tipeando el primer bosquejo de su libro… esa forma de tipear no es la de un gerente, sin embargo creo que requiere un talento enorme hacer que una falencia tan terrible como tipear con dos dedos no importe demasiado o no reste peso al bagaje emocional de la escena final.

Así, Tondero una vez más nos regala otro mega taquillero con aroma a imprenta, con sabor a product placement y con un sin sabor contundente pues entendemos que las vías del cine comercial peruano se están pavimentando con espuma, forjando un camino sin toma de riesgos ni apuestas hacia algo más novedoso que contar la misma historia una y otra vez, apoyados por un reparto limitado y entrega escénica digna de un capítulo de los Brady Bunch. Si quiere ir al cine a saborear deliciosas palomitas y hot dogs, acompañe a Cachín en esta historia de superación. Si quiere, por otro lado, superar el trauma de haber visto esta película… lea el libro.

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