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Serotonina: los paisajes utópicos de la vida sin esperanza

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Escribe Juan Pablo Quintero

“Antes de pensar en vivir feliz, hay que pensar en vivir”
Jean-Jacques Rousseau

“Toda fabulación es una meditación ética”
Michel Houellebecq

Sin importar la crudeza de los temas abordados o las concesiones al esteticismo, todo novelista comparte con sus pares de oficio la vocación literaria por ofrecer su literatura como el diagnóstico definitivo sobre la realidad y los desencuentros con ella. Esa misión cercana al deber moral, impone a la figura del escritor un riguroso sentido de pertenencia a la causa común de ofrecer un retrato honesto y revelador del rostro verdadero de la Humanidad. En ese proceso franco, la imaginación literaria jamás puede desvincularse del propósito oculto de elevarse por encima de las mezquindades de la sociedad y los silencios incómodos que la asfixian. En este sentido, la historia de la literatura demuestra cómo el peso de la tradición se manifiesta muy a pesar de las reticencias y apegos rupturistas de cualquier carrera literaria. Un escritor francés jamás saldrá airoso de sus intentos de desviarse del cauce marcado por figuras canónicas de la talla de Flaubert, Proust o Balzac. Resulta casi imposible para cualquier novelista francés actual desligarse de cierta ortodoxia y alzar su voz original sin hacerse eco de cinco siglos de riqueza cultural. Al asumir el estilo satírico y humor negro con acento francés abarca un recorrido involuntario por la pluma de Rabelais, Pascal, Molière y Voltaire. Las novelas de Michel Houellebecq no escapan de ese impulso paradójico. El escritor francés adopta un tono réprobo y cínico que a fin de cuentas termina por hacer justicia reverente a la tradición cultural.  

La obra singular del escritor Michel Houellebecq ha sido prolija en afilados diagnósticos sobre la vigente coyuntura civilizatoria de la cultura occidental y estancamiento moral de sus valores más entrañables. El talante distópico de sus juicios sobre el presente, sin duda apuntan a brindar un cuadro desesperanzado sobre la existencia banal del ser humano moderno, por eso cualquier aproximación a su literatura debe tener en cuenta la revelación intimista de las miserias del hombre común. Su trayectoria literaria abarca una serie de novelas destinadas a servir de maniobras para quienes no tienen escrúpulos en sumergirse en las fuentes del malestar en las sociedades occidentales. Cada una de sus novelas parece alimentarse del anhelo de servir de guía a espíritus perplejos dispuestos a emprender un descenso a los infiernos de la mano de un cínico psicopompo. Las andanzas del héroe en sus novelas toman forma de viaje desvelado en busca de revelaciones y verdades incómodas sobre el itinerario de la agonía cultural de Europa. Ese declive y agotamiento vital de la tradición europea ha sido lento, pero sin duda fue anticipado años atrás por muchos intelectuales.

En entrevistas el autor ha declarado, con su desenfado proverbial, que la condición de poeta es asimilable a los trastornos de un enfermo incurable, cuyos síntomas oscilan entre la amargura y la angustia, sólo en estados de abandono pasajero de estos signos visibles del padecimiento se encuentra la lucidez necesaria para la escritura. Tal vez esa fuente de inspiración y la polémica carrera literaria han cedido espacios a una nueva concepción de la literatura comprometida. En tiempos de Sartre, el compromiso del intelectual con la realidad y sus problemas se concebía desde la plataforma ideológica de la lealtad y la fe a ideas políticas, pero desde la mirada de Houellebecq el compromiso con la realidad se expresa no mediante el apego a causas políticas o la denuncia, sino en la adopción de la literatura provocadora y su uso satírico para exponer con ironía las tendencias peligrosas del presente. En su caso, el compromiso ético con la libertad de pensamiento supera cualquier adscripción ideológica o defensa a ultranza de ideales abstractos, su causa pone en evidencia la desvergüenza de los defectos de los actuales ejercicios de la democracia y los riesgos de mantenerse en silencio mientras se extiende la dictadura de la corrección política.

A principios de año, el heterodoxo y provocador escritor francés, volvió a irrumpir en la escena literaria con la aparición de su nueva novela. La obra tiene por título, Serotonina, haciendo propio el nombre de la famosa hormona de la felicidad. Es una sátira moral sobre la felicidad artificial y las desventuras de los horizontes abiertos durante la edad madura. El hastío de vivir es la consecuencia inevitable del paso del tiempo, porque la vida adulta nos obliga a asumir con naturalidad el abismo cotidiano que significa vivir sepultado bajo las capas de carne, porque tu cuerpo sobrevive sin reparar en la pérdida de la capacidad de sentir placer. Luego del controversial éxito de Sumisión (2015), una premonitoria fabulación política de corte futurista, donde exploraba las implicaciones de que facciones moderadas del islam llegaran al poder en Francia por la vía electoral, existía gran expectación en la opinión pública sobre el rumbo de su narrativa,esa obra había sidopublicada días antes del ataque terrorista a la revista satírica Charlie Hebdo. Sin duda, esos dotes de augur de pesadillas probables, permitió al autor francés hacerse de un lugar dentro de la opinión pública, sin ser un escritor de demasiados libros. Su fama ha crecido a la par de una reputación de enfant terrible de las letras francesas. Sin duda, su figura de intelectual ha estado revestida de un estilo controversial que, en todo momento no ha dejado de avivar encendidos debates y hacerle su sitio dentro de la sociedad francesa como agitador de consciencias y polemista incómodo. Su humor satírico y ánimo desenfadado ha brindado nuevos horizontes a la hora de abordar la actual coyuntura de la civilización occidental y el futuro de Europa. Es una voz disonante que ha encontrado inspiración, desde hace tiempo, en la apropiación de los sentimientos colectivos de disconformidad y desconcierto que tienen su raíz en el malestar cultural frente a las tendencias impuestas por fenómenos tan diversos como la globalización, el transhumanismo, el multiculturalismo y la islamización de Europa.

Houellebecq, casi sin proponérselo, es heredero involuntario de la tradición novelística francesa, en parte gracias a ello no escapa del todo del peso de la historia y patrones establecidos por el canon.

La novela Serotonina, lanzada al mercado cuando el autor ya es considerado escritor de renombre, aborda la historia de un hombre de mediana edad, sumido en la depresión, que decide darse a la fuga de su aborrecible vida actual. Desaparece voluntariamente de su entorno conocido para hundirse en un proceso introspectivo sobre su pasado, ese viaje retrospectivo lo lleva a examinar amores y desamores de su itinerario sentimental, con miras a pasar revista de las oportunidades desperdiciadas de ser feliz. Podría establecerse paralelismo con los ejercicios de memoria involuntaria descritos en las páginas de En busca del Tiempo perdido de Marcel Proust, pero en este caso el estímulo exterior no es el sabor de panecillo de magdalena, sino un fármaco antidepresivo de última generación. Todo el curso de la novela de Houellebecq puede considerarse el Itinerarium mentis o circunloquio de un hombre deprimido, luego de llegar a la certeza de que nada, y mucho menos nadie, prepara al ser humano para sobrellevar la vida posterior a la pérdida de la vitalidad. El retrato agónico de la “muerte en vida” a la que sume la depresión al individuo moderno encuentra su explicación en la historia del protagonista Florent-Claude Labrouste. Este personaje adopta el tono confesional y reniega de sí mismo, desde las primeras líneas de la novela, apelando al prosaico lugar común de describir por qué detesta el nombre dado por sus padres.

Ese es el simbolismo inicial de su lucha interna contra el determinismo biológico y el pulso con la muerte de un hombre en descomposición. A lo largo de esta autopsia espiritual de la vida de hombre de 46 años, la pérdida de la libido se convierte en fuente de inspiración, cuando pasa revista de los amores del pasado y las oportunidades desechadas se cuestiona respecto a las indecisiones que pudieron salvarlo de la soledad. Sin embargo, una idea omnipresente parece apuntar hacia reprochar a la sociedad y el entorno social de conspirar contra cualquier posibilidad de ser feliz y sentirse amado por alguien. Estamos programados para trabajar y dar cuerda a nuestra propia desdicha, como si el impulso de aniquilación fuese el claroscuro del instinto de supervivencia. Mientras el curso del tiempo nos sorprenda con vida y el cálculo egoísta reproduzca el automatismo que solemos denominar “ganas de vivir”, la calidad de nuestros cuerpos de acumular experiencia se resiente hasta perder la sensibilidad y la capacidad de sentir el placer. La interrogante fundamental del libro tiende a identificar como error aferrase a falsas esperanzas de felicidad cuando el cuerpo transita fuera de los linderos de la juventud.

En uno de sus soliloquios, la crisis existencial del personaje construye imágenes poderosas para el retrato de su desamparo y desarraigo. Apelando a paralelismos con el mundo polar del Ártico, se advierte en un episodio, que cuando la noche se cierne sobre la conciencia y la oscuridad se han hecho cerradas en una cabeza abocada a la introspección, el recuerdo de la luz del sol sólo existe como maquinación mental elaborada al servicio de la autocompasión. El miedo al futuro y sus incertidumbres son angustias de juventud, en realidad la edad madura convierte al pasado en el verdadero fantasma y agente de presión de la conciencia. Acaso “morir de pena” manifiesta su condición de insano determinismo en momentos en que tu cuerpo carece de reservas para sentir otra cosa que no sea dolor físico.

La sensibilidad peculiar de la depresión abre horizontes que hacen posible cualquier táctica de evasión. En Houellebecq, la depresión oscila entre dos concepciones contradictorias: la expresión en el hastío y el inesperado estado de iluminación, pero en realidad el examen testimonial que hace el personaje sobre la enfermedad de los taciturnos termina por tornarse en reproche a la excesiva expectativa de felicidad, cuando no es posible disfrutar la vida en el estricto sentido de su dimensión material y biológica. Un verdadero error de concepto y fuente hemorrágica de la desdicha nos lleva a vivir ignorantes del mecanismo vital más connatural: la falta de esperanza no corroe tanto como el exceso de ella. Tener esperanza puede ser un vicio adictivo alimentado por la nostalgia. Abandonar el deseo de ser feliz y trocarlo por estrategias de evasión del dolor son las prédicas del narrador, entre líneas se lee el influjo agrio de Schopenhauer.

El alegato inserto en Serotonina, no se entrega a explicaciones, pero describe bien cómo en el contexto de una sociedad hedonista marcada por el materialismo moderno la pérdida de la capacidad de disfrutar la vida equivale a un estado de muerte absoluta o vida vegetativa. Bajo la perspectiva del escritor francés, la naturaleza destructiva de la depresión del hombre moderno oculta su verdadero rostro absurdo detrás del contrasentido de llamar asesinato o suicidio a un crimen perpetrado con la intención arrebatarle la vida a quien ya ha muerto.

La tentación de perderse en los vértigos abiertos por los abismos de la madurez no conoce freno y significa adentrarse en un espejismo que no permite distinguir los matices. Entre otras cosas, el envejecimiento nos convierte en testigos ineptos de la juventud y la belleza, manifestaciones ambas de la otredad y conceptos equivalentes que son reducidos por obra del tiempo a la condición de sinónimos superpuestos hasta la indistinción. Por otro lado, resulta casi un tópico literario usar la muerte o asesinato de un niño para hacer el retrato de la pérdida de la inocencia, Houellebecq en Serotonina propone el recorrido inverso, su pesimismo se vale del retrato del ocaso de la juventud como la mejor analogía para la denuncia del colapso y desgaste de la civilización occidental. Una civilización, en sus palabras, asqueada de sí misma, exhausta del escrutinio de la autoconciencia y arrinconada por el miedo a las nuevas amenazas exteriores que tocan a su puerta, por enemigos que intuyen los evidentes signos de su decadencia. Cuáles son las condiciones de vida de un individuo, y por extensión toda una sociedad, cuando el porvenir se revela escaso y reduce tus expectativas a la existencia post-mortem sobrevenida de la conciencia del propio fracaso y el abandono manifiesto de la vitalidad.

Michel Houellebecq

El historiador británico Sudhir Hazareesingh asumió la tarea de catalogar a la nueva generación de intelectuales franceses que tiene en Houellebecq su más genuino estandarte. Según su parecer el peso de la grandeza de la sabiduría de los antepasados y la monumental obra filosófica de Rousseau, Voltaire o pensadores de la talla de Descartes sólo ponen en evidencia la decadencia cultural y la pérdida de los intelectuales franceses de su capacidad de ejercer influencia de vanguardia, o simplemente reclamar su sitial como faro de las ideas del mundo. Hazareesingh identifica a Houllellebecq con parte de una atmósfera literaria o momento cultural en Francia en el cual cierta “sensibilidad mórbida” parece copar la esfera intelectual. Ese estado de sensibilidad es el resultado de la enorme consciencia de la degradación cultural o decaimiento histórico que abate a la civilización occidental.

La condición de vulnerabilidad de los valores de la cultura francesa encuentra su expresión en un enfermizo regusto por exhibir sin pudor la incurabilidad de los síntomas y la conciencia de la agonía traída por el agravamiento del cuadro y el pésimo pronóstico de la crisis. La muerte y los signos de decadencia de una cultura que parece exhausta y agotada de su propia longevidad, paradójicamente parece dar señales de identidad a la última generación de intelectuales franceses. Por eso el retrato de un hombre deprimido, elevado a la categoría de antihéroe cínico, da muestras de la insuperable enfermedad colectiva y el impulso seductor del vértigo de quien percibe placentera la caída. Se juzga más digno sumergirse en el éxtasis contemplativo de describir con frialdad el patetismo de la propia ruina. El reblandecimiento del vigor y el abandono de la aspiración a la felicidad del personaje forman parte de una alegoría que sirve de analogía del quiebre civilizatorio que implica la pérdida de la universalidad de la cultura occidental. Es el retrato de un hombre superfluo, que abraza con ánimo conformista la pérdida de su libido, es decir, los atributos de su virilidad, la mejor baraja para denunciar cómo solo existen curas imperfectas al declive físico y la carrera hacia la indignidad que significa la aceptación de la obsolescencia de su presencia en el mundo.

Probablemente, en Serotonina, cuando se acaricia la idea del suicidio, vendida como única alternativa digna a la muerte interior, se tiene la pretensión de ironizar sobre el sentido del honor involucrado en el acto de acabar con la propia vida. Se trata del mejor epitafio a la juventud perdida o un recurso desesperado de quien sobrevive a la contemplación obligada de los signos evidentes de la decadencia. Todos los antihéroes las novelas de Houellebecq tienen en común su corrosivo cinismo. El heroísmo del cínico reside en enorme capacidad para desnudar con desvergüenza el carácter mezquino y precario de las falacias del mundo circundante. Colmado por la asfixia, la toma de conciencia del héroe cínico, forma parte del paso febril hacia adelante en una ascesis autodestructiva, que encuentra inspiración en la propia condición de enfermo.

De igual forma, la historia de Serotonina revisita muchos los planteamientos del libro más célebre de Aldous Huxley, Un mundo feliz (Brave New World, en su idioma original), en el cual dentro de una atmósfera distópica se trazaban las coordenadas de una sociedad futurista marcada por la hiperorganización, dirigismo social y la reproducción asexual. Uno los elementos llamativos del relato de Huxley es la anticipación del papel de los antidepresivos y la bioquímica como herramienta de control social y manipulación de las emociones entre los espíritus más inconformistas. Uno de los personajes en la novela abre los ojos frente al Estado fascista y lo hace mientras reclama su derecho a sentirse enfermo y vociferar las razones de su desdicha. La pastilla de la felicidad que permite inducir un estado pasajero de amor y beatífica alegría se llama “Soma” y vende en sus dosis la posibilidad de tomarse unas vacaciones de la realidad.

La ingesta de drogas es sinónimo de aceptación conformista del aborrecible status quo y las injusticias de una sociedad esclava sumida en la estupidez. De manera semejante, el protagonista de Serotonina asume el costo de la falsa cura a su cuadro crónico de depresión tomando la única alternativa brindada por el sistema: los fármacos de la felicidad. En realidad, el fracaso del personaje en la superación de su decadencia confirma el alegato más crudo de Houellebecq contra la sociedad de nuestro tiempo. Parece querernos alertar, al horadar con deliberación la grieta del inconformismo, que la única forma de felicidad posible es aquella que se vale de los atajos artificiales. Desde su perspectiva, la desdicha es nuestro destino y estado natural. Ambas obras literarias coinciden en abordar la enfermedad de la tristeza como representación de la toma de consciencia y método involuntario para la revelación de la naturaleza verdadera del mundo y sus engranajes despreciables. La lección desmoralizante es que la única manera de seguir amando el mundo es cerrar los ojos, es decir, entregarse a los paraísos artificiales de drogas, todas ellas diseñadas como estrategias de poder para adormecer las ganas de sentir y sumir al individuo en la existencia sonámbula de la inhibición de cualquier deseo.

En uno de los episodios memorables de la novela, el protagonista hace una analogía entre los mecanismos de concentración del francotirador y la práctica del yoga. Quien apunta a la diana y templa el pulso antes de disparar debe meditar valiéndose del control de la respiración. Como si la convergencia del espíritu de aniquilación y la paz necesaria para el ejercicio sereno del amor propio bebieran de la misma fuente nutricia. El amor por la vida y el instinto de muerte mantienen un pulso, largo e infatigable, que parece confirmarnos la naturaleza vana de cualquier esperanza de eludir la derrota definitiva de nuestro cuerpo. En igual medida, la supervivencia de la lucidez y la apuesta por la conciencia parecen depender de ese extraño balance entre el deseo de vivir y las pulsiones autodestructivas. Es difícil vencer a la esperanza cuando en tu interior siempre prevalece un indescifrable instinto de autoconservación.

En el camino de la construcción del desenlace, Houellebecq se vale de las ideas del filósofo Blaise Pascal y su famosa comparación entre los ángeles y los animales para definir la condición humana. Según él, el espíritu habita en esa zona gris intermedia en la cual los naturales impulsos egoístas del ser humano son devorados por el exceso de esperanza y buenas intenciones. Houellebecq reinterpreta la frase del filósofo Pascal “Quien desea obrar como ángel termina por actuar como animal” en el ánimo de exponer los males evidentes de todo optimismo y los efectos perjudiciales de las expectativas en el accionar humano. Todas las reflexiones de la novela Serotonina se hacen eco del juicio de Pascal sobre la identificación del dolor y la infelicidad como fuentes esenciales de la naturaleza humana. Porque la lucha contra la depresión del hombre moderno es una causa perdida. A su modo de ver la desdicha tiene su origen en la esperanza de satisfacer deseos imposibles. La aspiración a elevarse como ángeles más allá de las posibilidades materiales sólo aporta revelaciones sobre los instintos terrenales que gobiernan nuestra voluntad, porque caemos presos de la búsqueda ideal de alternativas de escape y nos entregamos a vanos intentos de apartarnos demasiado del suelo.

El tema del suicidio también es recurrente en los derroteros que acompañan la travesía del personaje. Pero el abordaje de la acción suicida a lo largo de la novela se aproxima a la apuesta existencialista de despreciar la vida por razones de índole filosófico. La valoración del acto de terminar la vida por propia mano se convierte en proclama de renuncia y desprecio a los términos que manejan el mundo. Una alternativa desesperada de escape a los callejones de la supervivencia adquiere el valor de acto de rebeldía y valiente paso adelante. El sentimiento de no pertenencia en un mundo carente de sentido personal, convierte al suicidio en un juicio filosófico sobre la realidad.  Resultado de un cálculo mental y material, su perpetración fría se convierte en el símbolo perfecto para el retrato de las razones lógicas para el abandono del mundo. El suicidio filosófico es la consecuencia lógica del deseo de libertad, resultante de una apuesta definitiva por recobrar la dignidad perdida. Por ello, la idea seductora del suicidio se presenta en el personaje como el curso inevitable de un viaje de emancipación, es decir, el manifiesto de un individuo humillado que busca despojar al mundo de sus máscaras, al extremo de decidir dejar de tomar parte de la lógica farsante de las condiciones externas al individuo, la exacerbación del sufrimiento o la pérdida de horizontes vitales. En realidad, el acto de acabar con la propia vida, sea por razones de ética o bien producto del arrebato, tienen su origen en el contrasentido de hacer del nihilismo una postura de defensa de la autenticidad. Esta postura forma parte de una tradición literaria que acaricia esa posibilidad, encarnada de forma indirecta en las voces de personajes de diversa estirpe como es el caso de Iván de Los Hermanos Karamazov o la absurda inmolación de Meursault en El extranjero de Albert Camus. Esta perspectiva intelectual del suicidio es fruto de la convergencia entre el desprecio por la vida y el juicio axiológico sobre los entramados de la realidad. Como si el gesto teatral de despedida de una voz, solitaria y cínica, emitiera su fallo solemne sobre la inhumanidad del mundo y, al mismo tiempo, buscara enfatizar con el gesto la negativa del individuo a seguir pagando el precio de permanecer con vida.

Desde otro punto de vista, Houellebecq con toda deliberación e intencionalidad hace suyo las maneras y estilos del “cuento filosófico”, un singular sub-género novelesco, de marcado influjo en la opinión pública, ahora obsoleto, pero cultivado durante la Ilustración francesa en tiempos de los grandes enciclopedistas. Esa época que parece existir para recordar la decadencia de la cultura francesa a los intelectuales actuales. La presencia tangencial de las maneras de la Ilustración sirve de recordatorio de la nula influencia de los pensadores franceses actuales en el mundo de las ideas y cómo cada uno hace poca justicia a la sabiduría de sus antepasados. Sin duda, Voltaire, el gran agitador de consciencias, es el máximo exponente del cuento filosófico, a medio camino entre el Tratado filosófico y la novela de aventuras, que tenía por variante estilística fundamental valerse de una trama insólita para usarla de pretexto al servicio de la demostración de una idea. En el Cándido de Voltaire, mediante el ardid de una fabulación intrincada, se verifica la invalidez e irrelevancia de una idea, en particular la refutación de las doctrinas optimistas de Leibniz y su frase “Vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Desde este ángulo inusual, la historia del Cándido pasaba a un segundo plano dando mayor protagonismo al proceso digresivo de argumentación y contraargumentación, dentro de un juego de esgrima intelectual inclinado a revelar luces y sombras de una postura filosófica. Quizás en Serotonina la vocación caustica y el desenfado del protagonista brindan pocos indicios de ese linaje estilístico y, ciertamente, podría considerarse las trazas y ecos de Voltaire muy sutiles, pero ciertamente ambas novelas transitan el lenguaje común de dos escritores franceses convencidos en sacar brillo a la lógica del pesimismo y su amplio valor de lucidez clarividente.   

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