Ya lo decía el finadito Alfonso Tealdo, el periodismo no es un don privilegiado con el que se nace para informar, como lo creen esos personajes que se hacen llamar líderes de opinión y que nacieron en cuna de broadcasting recibiendo como herencia un puesto laboral.
No señor, el periodista se hace, se curte, autoaprende, se cuestiona, rebusca y si no sabe lo inventa, ¡sí señor! aunque eso ya no sea periodismo y haya servido como doctrina para varias generaciones de comunicadores.
Porque el periodismo no es literatura, sino, la literatura es fuego, como recordó Vargas Llosa a su homólogo Augusto Bresani cuando dirigía los famosos medios chicha que incendiaron el Perú de sensacionalismo. Se lo tomó literal.
Pues el periodista no es sinónimo de cultura, ni de sabiduría, ni de Dios. Aunque muchos lo crean. No. Más bien está ligado a los bajos mundos, a la sordidez, al otherside de la sociedad, al remilgo de la política, a los submundos del antro, la coima y ponzoña, por eso el periodismo pulula entre la ética y la corrupción, navega por bares culecos buscando redención en las botellas de alcohol para luego gritar (in) coherencias coléricas —como virus aeróbico— que desaparecen con el alcohol en spray que expulsa el mesero, antes de echarte a patadas.
¿Y si se mirara al espejo el periodismo qué vería?
Su rostro lindo y bien afeitado, con las muelas relucientes y maquillaje carísimo, camisa blanco sinónimo de honestidad, las manos acicaladas y embarnizadas cuyo finger acusador tiene manicura de mil dólares.
Oiría un lenguaje prolijo y refinado, de un curtido orador de partido político digno de manejar grandes audiencias con su elocuencia populista, pero no muestra el espectro tras el rostro periodístico, la sombra que dirige los contenidos que escriben sus dedos, que escupe su voz, que emana su expresión corporal y maneja millones de seguidores. Otro símil careta inventado por los organismos que velan: “por el bien del periodismo”, pero que afecta a una sociedad consumida por la desinformación.
Al periodista no le interesa la corbata ni el traje de tela porque su misión es nadar en la información y buscarla donde ella esté, en la calle, en la basura, en la corrupción, en las cantinas, en los burdeles, en el terrorismo, en la poesía, en la retórica, en el poder. Y para recorrer estas canchas necesitas estar ligero de equipaje, de ideas, de pensamientos cojudos, de tendencias políticas y posturas cliché.
El periodista no es un líder de opinión ni está cerca de serlo.
El periodista es un trasmisor de información, veraz y parcial, que escudriña, investiga, analiza, se pregunta, se cuestiona, la caga y también acierta, pero sigue aprendiendo en el camino, en la calle, en la entrevista b to b, en la persecución de la noticia, en el internado del archivo general para escribir bajo el confort de la evidencia a pesar de las opiniones, cuestionamientos, demandas y críticas de una sociedad desinformada.
Cada año es más trágico celebrar el día del periodista cuando la realidad le escupe al micrófono que su reputación está sujeta al designio de sus empleadores. Cada año el día del periodista se celebra con dinero pero no con amor.
La pasión por el periodismo desaparece cuando uno abre los diarios, ve la televisión, escucha la radio y navega en internet encontrándose con contenidos que evidencian cómo una sociedad puede hundirse cada vez más gracias a la desinformación que emiten los medios de comunicación cuyo interés es monetario y no social. El periodismo debe ayudar a la sociedad a reconocerse y mejorar, no destruirla alejándose de la verdad. Como dirían los Fabulosos Cadillacs en los festejos por el Quinto Centenario del Descubrimiento de América: No hay nada que festejar.