La fase de grupos, pese a las angustias de las postrimerías, no pudo ser más fácil. Los octavos tampoco representaron mayor obstáculo. Los cuartos, fuera de pronóstico, resultaron accesibles. Las semifinales involucraron la suerte de la lotería.
No deja de ser irónico ver tristes o enojados a los jugadores argentinos al término del compromiso. Podían haberse sentido agradecidos de llegar a las últimas instancias del torneo, ocupando además el segundo puesto. Sin duda, excesiva distinción para un equipo que nunca mostró auténtica jerarquía, poder avasallador o marcada superioridad.
Messi falló un gol solo frente a Neuer. En los días previos algunas figuras de la prensa gaucha calificaron a los alemanes como “máquinas sin corazón”. Por la forma en que caminaba en la cancha, el que parecía no tener sangre en las venas era el propio Leo. Daba la impresión de no estar muy interesado en pasar a la historia superando los logros de Maradona.
Mascherano no fue un líder muy diferente al criticado David Luiz. Estuvo más concentrado en provocar a los contrincantes y cometió varias faltas de tarjeta roja. En el momento crucial no fue capaz de impedir el centro desde la banda izquierda que desembocaría en el gol de perfecta ejecución –con autoridad y clase- que otorgara el triunfo a su adversario.
Argentina, en general, fue más nervio que fútbol.
Joachim Löw, por su parte, hizo evidente que no tenía la fe suficiente para confiar sólo en la genialidad de sus individualidades. Alemania es el campeón del mundo precisamente porque su concepto es el opuesto: un conjunto funcional cuyo esquema de juego está basado en la precisión de sus desplazamientos y la contundencia de sus bloques.
Prueba de ello es la anotación de la victoria, gestada entre 2 suplentes: Schüller, que ingresó al promediar el primer tiempo para reemplazar a Kramer (quien quedó casi noqueado después de un encontrón casual y a su vez había cubierto al súbitamente lesionado Khedira) y Götze, que tomó la posta de Klose minutos antes del cierre en el período reglamentario.
¿Les quedará todavía, a los rioplatenses, ánimo para seguir preguntando a sus archi-enemigos cariocas qué se siente?
Mofas al margen, Argentina sufrió la misma penuria que Brasil; cuando se enfrentó a los realmente grandes acabó llorando.