Para el asombro de la teleaudiencia, ese hombre bien hablado, que reconocía ser un mujeriego y jaranero que recorría los barrios más picantes del Callao, La Victoria, Barrios Altos o el Rímac, tenía una malformación facial que -a muchos cinemeros- les hacía recordar al ‘Hombre elefante’, la gran película de David Lynch.
Mr Saravá. El Búho. Diario Trome 4/4/2015
El viejo refrán de “no hay muerto feo ni hijo malo” se podría aplicar perfectamente aquí, pero la belleza siempre termina siendo un estado del alma o una expresión pura del subjetivismo. En todo caso, trataremos de ser lo más objetivo posible: Ha muerto Luis Delgado Aparicio, un conocedor de la salsa, que no llegaba a erudito ni mucho menos podría equipararse a Dámaso Pérez Prado, que lo ridiculizó en público, en 1964, cuando Luis Bedoya Reyes, alcalde de Lima en ese entonces, y el cardenal Juan Landazuri, prohibían el baile del Dengue por considerarlo “obsceno”. Y la “Foca” le decía a los cerebroduros de la salsa: “¿Qué es el Dengue? No saben. Esto es una mezcla de ‘mambo’, ‘twist’, ‘bossa nova’ y ‘cha cha chá’”, dejando boquiabierto a nuestro malogrado Saravá.
Pero, ¿quién fue en realidad Delgado Aparicio? Cómo es que hizo de su hobby una forma de hacerse conocido. Y así como Belmont fue el inventor de ese monstruo mecánico llamado Laura Bozzo, asimismo fue Mario Vargas Llosa, con su programa La Torre Babel, quien lo presentó en televisión abierta, con el capítulo «La salsa de Puerto Rico, del África a Surquillo, pasando por Nueva York», en los tiempos, inicios de los ochentas, en que “Saravá” ejercía la abogacía con mano dura y era el defensor de las patronales y hábil asesor de la Sociedad Nacional de Industrias. Miles de maltratados jubilados, con pensiones de hambre, lo recuerdan, tan bien como esos pasitos tuntún que dio en el set de televisión al lado del hoy premio nobel de literatura. Hasta ahí se pueden decir muchas cosas, a favor o en contra, pero “Saravá” no tenía ningún interés en defender sindicatos o abogar en defensa del pueblo. Él tenía claro lo que quería ser y hacer. Y terminó recalando, de forma natural, en el partido del corrupto y asesino Alberto Fujimori. Por eso, cuando a Vladimiro Montesinos, el juez le pregunta por don Delgado Aparicio, el socio de Fujimori responde afablemente: “mis relaciones con Luis Delgado Aparicio eran fluidas y cordiales”. Más claro, ni el agua.
Quizás el caso Utopía, en el que murió su hija Verónica, lo haya alejado, de forma discontinua o intermitente, del entorno del fujimontesinismo, pero es imposible olvidar que Delgado Aparicio, que no pudo meter en la cárcel a Azizollahoff (representado, cómo no, por otro inefable energúmeno, Alberto Químper) ni acorralar al millonario Fahed Mitre (socio sátrapa de Utopía), fue peón y servidor de uno de los criminales más corruptos en la historia del Perú. Pues Saravá tuvo un hobby por el cual se le recordará (o lo recordarán los que pueden separar, dizque, “arte” de “política”), pero tuvo una profesión y un cargo congresal desde el que no hizo nada o muy poco por el pueblo que dijo representar. Ese gran vacío pesará sobre su recuerdo y más de 4800 fosas comunes y miles de muertos y desaparecidos que dejó la guerra interna; y, en especial, ese gobierno que se hacía llamar Cambio y que terminó –eso queremos pensar– cambiándolo a él. O, quizás, no fue así y Luis Delgado Aparicio, como se apunta arriba, siempre fue lo que quiso ser: el hombre elefante que nunca se quitó la máscara anaranjada.